Un sol de primavera entraba en la habitación
iluminándola toda. El sol lucía tibio. Era mayo, una mañana de domingo, de
domingo de primavera. Mi madre nos despertó temprano, mi padre aún no se había
ido a trabajar –era festivo, pero mi padre trabajaba casi todos los domingos:
tenía que procurar sustento para siete bocas, más la suya-. Después de lavarnos
la cara, acudimos todos en torno a la mesa: el desayuno estaba preparado; mi
madre con la ayuda de mi hermana mayor lo tenían todo a punto.
-Hasta la noche –dijo mi padre; agitó su mano en
el aire a modo de despedida y agregó-.
Pasadlo bien.
Pronto estuvimos todos en la calle, cinco íbamos
delante y, cerrando el grupo, unos pasos detrás de nosotros, como una gallina
clueca con sus polluelos, venía mi madre con mi hermana Victoria, la mayor de
todos. Caminamos un buen rato hasta alcanzar la parada del autobús. El vehículo
se demoraba –estábamos en domingo y su frecuencia era más prolongada que los
días laborables-, nosotros nos impacientábamos.
-Por eso os dije anoche que teníamos que madrugar
–nos decía mi madre.
Vino el autobús casi vacío: festivo y temprano,
era lógico que así fuese. Nos sentamos todos en torno a mi madre, los dos más
pequeños se durmieron; mas pronto hubieron de despertar. Habíamos llegado a
Fabra i Puig, allí estaba la primera parada de metro para llegar hasta la plaza
de España. El metro no se hizo esperar tanto como el autobús. Mis hermanos
volvieron a dormir. Yo le pregunté a mi madre:
-¿Falta mucho para llegar a los Ferrocarriles?
-No, no. Cuenta tú mismo las paradas que faltan,
están indicadas ahí mismo, ahí sobre las puertas; ahora hemos pasado la parada
de plaza Urquinaona y bajaremos en plaza España.
-¿Y allí ya estaremos en Montserrat?
-No hijo, no. Allí tomaremos un tren de los
Ferrocarriles Catalanes. “Carrilet”, me han dicho que lo llaman.
-¿Y por qué tenemos que ir a Montserrat y no nos
quedamos viendo el Zoo de Barcelona, madre?
-Anda, cuenta las estaciones y deja a madre en
paz. No preguntes tanto, pesado –me riñó mi hermana Victoria.
-Déjalo, deja que pregunte. Escuchad todos:
vuestro hermano Luís me ha preguntado el motivo de ir hoy a Montserrat. Os lo
voy a decir: Cuando salimos de nuestro pueblo, hace ahora tres meses, prometí a
la virgen de Montserrat que si todo iba bien, si a la llegada a Barcelona los
policías no nos retornaban a nuestro pueblo, como hicieron antes con dos
familias de allí y otras muchas de otros lugares de España; le prometí, repito,
que lo antes que pudiéramos subiríamos todos a la “Montaña Sagrada” para ofrendarle
una vela ante su altar.
-Pero padre no viene –objetó mi hermana mayor.
-No ha podido, pero ya vendrá otro día.
Habíamos llegado, por fin, al “Carrilet”. Al
principio se me hizo pesado, pues aunque a mi madre le habían dicho que era un
recorrido muy bonito, yo no encontraba diferencias con el metro; bueno, sí, los
vagones eran algo más cómodos. Pero lo más importante para mí, seguía igual:
íbamos bajo tierra, con luz artificial y por la ventanilla sólo veía pasar
paredes. Lo mismo, lo mismito que el metro.
Comenzaba ya a dormirme, como mis hermanos
pequeños, cuando de repente entró un fogonazo de luz y unos rayos de sol por
las ventanillas, que me hicieron pegar un brinco y correr junto una ventana;
allí pegué mi rostro. Ante mí desfilaban parcelas y parcelas de verdes huertas;
también campos con árboles floridos como escarchados de nieve.
-Mira madre, mira qué bonito está el campo –le
dije.
-Son cerezos en flor, hijo. También en nuestro
pueblo había algunos, pero pocos, muy pocos. Mirad hijos, mirad cuántos cerezos
en flor –dijo, reclamando la atención de mis hermanos. Los pequeños seguían
durmiendo.
Luego apareció ante nosotros una bella iglesia con
su campanario y en torno a ella casas y más casas; pronto estuvimos también
pasando por un puente sobre un río de aguas turbias.
-¿Qué río es éste? ¿Y este pueblo cómo se llama?
–pregunté a mi madre.
-No sé hijo, no sé. Ahora, cuando lleguemos a la
estación, allí pondrá el nombre del pueblo.
-San Baudilio –dijo un pasajero que ocupaba un
asiento a nuestra derecha, al otro lado del pasillo-. Y el río, es el río
Llobregat. Ahora viene muy caudaloso por las lluvias de los últimos días.
Ganas me dieron de reír al oír lo de caudaloso.
Enseguida pensé: “¡Qué diría este hombre si viera el Júcar al paso por mi
pueblo! Y más ahora con el pantano que inauguró Franco el año pasado”. Sí,
sentí ganas de reír, pero me contuve.
Efectivamente, en la pared de la estación había un
cartel en el cual se podía leer: San Baudilio.
Bajaron dos o tres personas y subieron otras
tantas, los andenes estaban casi vacíos. Claro, eran poco más de las diez de la
mañana de un domingo y sólo a mi madre, y a cuatro como ella, se les ocurría
madrugar.
Al instante pasamos junto a un edificio precioso,
parecía una iglesia pero como más delicado. Tenía torres en punta, acabadas en
puntillas de piedra y dos o tres campanas
en lo alto.
-Señor ¿Qué es ese edificio tan bonito? –preguntó
mi madre al pasajero vecino.
-Es un manicomio, señora ¿Nunca ha oído hablar de
los locos de San Baudilio?
-No, no señor. Sólo hace tres meses que vinimos a
Barcelona.
-¿Madre, qué es un manicomio?
-Ya está el preguntón –me riñó mi hermana-. Todo
lo quieres saber.
-Hijo, es un hospital donde encierran a personas
locas; esas personas que a veces hacen disparates sin saber el porqué. Ahí los
encierran y tratan de curarlos.
No entendí muy bien lo que quería decir mi madre y
volví nuevamente a aplastar mis narices contra el cristal. Seguían los huertos,
los árboles, los pueblos desfilando ante mi mirada: todo parecía igual, pero
era diferente. Había matices, había distintas
formas, había tonalidades… Todo bello, muy bello. Y todo quedaba grabado
en mi interior, como si mis ojos fuesen sendos objetivos de una cámara
fotográfica.
El río aparecía y desaparecía ante mis ojos. El
carrilet paraba de tanto en tanto; subía y bajaba gente del vagón, mas yo
seguía embobado ante el paisaje interminable. De pronto saltó ante mi vista un
puente de piedra muy extraño, pero muy hermoso.
-¡Mirad, mirad! ¡Qué cosa tan bonita! –alerté a mi
familia.
-Es el Pont del Diable –dijo nuestro compañero de
viaje.
-¿Cómo dice? –preguntó mi madre.
-Perdone, perdone. Es su nombre real, es decir en
catalán se llama así; en castellano sería: El Puente del Diablo”. Se cuenta una
bonita leyenda en la que el puente es el protagonista; pero no se la puedo
contar porque yo me bajo aquí, en Martorell. Adiós, ha sido un placer –y se
encaminó hacia la plataforma de salida.
-Gracias señor –dijo mi madre.
Iba ensimismado contemplando tanta belleza, cuando
de repente mi hermana Victoria exclamó:
-¡Qué montaña tan bonita, madre! ¿Es Montserrat,
madre?
-Sí, sí, claro que es Montserrat, aunque yo
tampoco la había visto hasta ahora.
¡Oh. Qué maravilla! Desperté de golpe de mi
encantamiento y mis ojos parpadeaban confusos, como si no se creyeran que aquel
milagro de La Naturaleza fuese real. ¡Qué picos de roca pura! ¡Qué formas tan
extrañas y al mismo tiempo tan majestuosas, tan divinas. Y aquel reguero de
pinos y matorrales que se colaba entre los riscos, y descendía como una cascada
de verde brillante.
-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! –Exclamé en voz alta. Luego callé:
no podía, ni quería decir nada más; ni siquiera pensar. Quedé con los ojos bien
abiertos y admiré en silencio aquella maravilla.
Aún iba hipnotizado por la emoción cuando mi madre
nos hizo bajar del tren. Subimos luego
en otra especie de ferrocarril, pero muy estrambótico. Eran como grandes cajas
unidas unas a otras en forma de escalera que debía ascender por una inclinada pendiente.
Dicen que subía tirado por unos cables de acero, yo no lo sé; lo que sí sé, es
que el corazón brincaba en mi pecho como un potro asustado.
Me hallé, de pronto, casi sin esperarlo dentro del
templo. Seguían sorprendiéndome las maravillas; pensé que aquello no era real. Por
un momento creí que aquella mañana, un hada madrina había tomada de la mano a
toda la familia y nos había transportado a un mundo de fantasía. En un instante
comprobé que sí, que todo era real: mi madre me tomó la oreja y, tirando de
ella, me dijo:
-No te encantes hijo, que tenemos que subir a
besar a La Virgen.
En la mano ya llevaba un cirio encendido, poco
antes de comenzar a ascender por las escalerillas, que conducían al camerino de
Nuestra Señora, dejó la vela en un candelabro.
Seguía mi excitación: desde que entramos en la
basílica oí música monástica; ahora que estaba ya a un paso de poder besar la
mano de La Virgen, el canto gregoriano parecía envolverlo todo. Me tomó mi
madre de la mano y dijo:
-Bésala tú el primero Luís.
Alcé lo ojos y exclamé:
-¡La Virgen es negra! ¡Madre, La Virgen es negra!
Han pasado muchos años, muchos; en aquel tiempo
mis cabellos eran negros, muy negros e indomable.; ahora, los pocos que quedan
son blancos y lacios. A lo largo de mi vida, he subido a la Montaña Santa
tantas veces que no las podría contar; no las podría contar, porque muchas se
han borrado en mi memoria. Mas nunca, nunca jamás, he perdido un solo detalle
de aquel día, de aquella jornada, de aquella excursión prodigiosa, donde
descubrí: LA VIRGEN NEGRA.
¡¡¡Que bonito recuerdo de tu primer encuentro con Montserrat!!!
ResponderEliminarpara mí el momento más bonito en la montaña mágica, es la primera vez que fui con el club excursionista en el que llegue hasta Sant Jeroni el punto más alto de la montaña.Fue todo un descubrimiento aquellos senderos tan bien cuidados y aquellas peñas vistas de cerca,me enamoré de todo aquello.Espero reponerme de mi cadera para poder volver algun día ,Esperanzas no me faltan.