miércoles, 15 de mayo de 2013

LA VIRGEN NEGRA


                                 


Un sol de primavera entraba en la habitación iluminándola toda. El sol lucía tibio. Era mayo, una mañana de domingo, de domingo de primavera. Mi madre nos despertó temprano, mi padre aún no se había ido a trabajar –era festivo, pero mi padre trabajaba casi todos los domingos: tenía que procurar sustento para siete bocas, más la suya-. Después de lavarnos la cara, acudimos todos en torno a la mesa: el desayuno estaba preparado; mi madre con la ayuda de mi hermana mayor lo tenían todo a punto.
-Hasta la noche –dijo mi padre; agitó su mano en el aire a modo de despedida y  agregó-. Pasadlo bien.
Pronto estuvimos todos en la calle, cinco íbamos delante y, cerrando el grupo, unos pasos detrás de nosotros, como una gallina clueca con sus polluelos, venía mi madre con mi hermana Victoria, la mayor de todos. Caminamos un buen rato hasta alcanzar la parada del autobús. El vehículo se demoraba –estábamos en domingo y su frecuencia era más prolongada que los días laborables-, nosotros nos impacientábamos.
-Por eso os dije anoche que teníamos que madrugar –nos decía mi madre.
Vino el autobús casi vacío: festivo y temprano, era lógico que así fuese. Nos sentamos todos en torno a mi madre, los dos más pequeños se durmieron; mas pronto hubieron de despertar. Habíamos llegado a Fabra i Puig, allí estaba la primera parada de metro para llegar hasta la plaza de España. El metro no se hizo esperar tanto como el autobús. Mis hermanos volvieron a dormir. Yo le pregunté a mi madre:
-¿Falta mucho para llegar a los Ferrocarriles?
-No, no. Cuenta tú mismo las paradas que faltan, están indicadas ahí mismo, ahí sobre las puertas; ahora hemos pasado la parada de plaza Urquinaona y bajaremos en plaza España.
-¿Y allí ya estaremos en Montserrat?
-No hijo, no. Allí tomaremos un tren de los Ferrocarriles Catalanes. “Carrilet”, me han dicho que lo llaman.
-¿Y por qué tenemos que ir a Montserrat y no nos quedamos viendo el Zoo de Barcelona, madre?
-Anda, cuenta las estaciones y deja a madre en paz. No preguntes tanto, pesado –me riñó mi hermana Victoria.
-Déjalo, deja que pregunte. Escuchad todos: vuestro hermano Luís me ha preguntado el motivo de ir hoy a Montserrat. Os lo voy a decir: Cuando salimos de nuestro pueblo, hace ahora tres meses, prometí a la virgen de Montserrat que si todo iba bien, si a la llegada a Barcelona los policías no nos retornaban a nuestro pueblo, como hicieron antes con dos familias de allí y otras muchas de otros lugares de España; le prometí, repito, que lo antes que pudiéramos subiríamos todos a la “Montaña Sagrada” para ofrendarle una vela ante su altar.
-Pero padre no viene –objetó mi hermana mayor.
-No ha podido, pero ya vendrá otro día.
Habíamos llegado, por fin, al “Carrilet”. Al principio se me hizo pesado, pues aunque a mi madre le habían dicho que era un recorrido muy bonito, yo no encontraba diferencias con el metro; bueno, sí, los vagones eran algo más cómodos. Pero lo más importante para mí, seguía igual: íbamos bajo tierra, con luz artificial y por la ventanilla sólo veía pasar paredes. Lo mismo, lo mismito que el metro.
Comenzaba ya a dormirme, como mis hermanos pequeños, cuando de repente entró un fogonazo de luz y unos rayos de sol por las ventanillas, que me hicieron pegar un brinco y correr junto una ventana; allí pegué mi rostro. Ante mí desfilaban parcelas y parcelas de verdes huertas; también campos con árboles floridos como escarchados de nieve.
-Mira madre, mira qué bonito está el campo –le dije.
-Son cerezos en flor, hijo. También en nuestro pueblo había algunos, pero pocos, muy pocos. Mirad hijos, mirad cuántos cerezos en flor –dijo, reclamando la atención de mis hermanos. Los pequeños seguían durmiendo.
Luego apareció ante nosotros una bella iglesia con su campanario y en torno a ella casas y más casas; pronto estuvimos también pasando por un puente sobre un río de aguas turbias.
-¿Qué río es éste? ¿Y este pueblo cómo se llama? –pregunté a mi madre.
-No sé hijo, no sé. Ahora, cuando lleguemos a la estación, allí pondrá el nombre del pueblo.
-San Baudilio –dijo un pasajero que ocupaba un asiento a nuestra derecha, al otro lado del pasillo-. Y el río, es el río Llobregat. Ahora viene muy caudaloso por las lluvias de los últimos días.
Ganas me dieron de reír al oír lo de caudaloso. Enseguida pensé: “¡Qué diría este hombre si viera el Júcar al paso por mi pueblo! Y más ahora con el pantano que inauguró Franco el año pasado”. Sí, sentí ganas de reír, pero me contuve.
Efectivamente, en la pared de la estación había un cartel en el cual se podía leer: San Baudilio.
Bajaron dos o tres personas y subieron otras tantas, los andenes estaban casi vacíos. Claro, eran poco más de las diez de la mañana de un domingo y sólo a mi madre, y a cuatro como ella, se les ocurría madrugar.
Al instante pasamos junto a un edificio precioso, parecía una iglesia pero como más delicado. Tenía torres en punta, acabadas en puntillas de piedra y dos o tres  campanas en lo alto.
-Señor ¿Qué es ese edificio tan bonito? –preguntó mi madre al pasajero vecino.
-Es un manicomio, señora ¿Nunca ha oído hablar de los locos de San Baudilio?
-No, no señor. Sólo hace tres meses que vinimos a Barcelona.
-¿Madre, qué es un manicomio?
-Ya está el preguntón –me riñó mi hermana-. Todo lo quieres saber.
-Hijo, es un hospital donde encierran a personas locas; esas personas que a veces hacen disparates sin saber el porqué. Ahí los encierran y tratan de curarlos.
No entendí muy bien lo que quería decir mi madre y volví nuevamente a aplastar mis narices contra el cristal. Seguían los huertos, los árboles, los pueblos desfilando ante mi mirada: todo parecía igual, pero era diferente. Había matices, había distintas  formas, había tonalidades… Todo bello, muy bello. Y todo quedaba grabado en mi interior, como si mis ojos fuesen sendos objetivos de una cámara fotográfica.
El río aparecía y desaparecía ante mis ojos. El carrilet paraba de tanto en tanto; subía y bajaba gente del vagón, mas yo seguía embobado ante el paisaje interminable. De pronto saltó ante mi vista un puente de piedra muy extraño, pero muy hermoso.
-¡Mirad, mirad! ¡Qué cosa tan bonita! –alerté a mi familia.
-Es el Pont del Diable –dijo nuestro compañero de viaje.
-¿Cómo dice? –preguntó mi madre.
-Perdone, perdone. Es su nombre real, es decir en catalán se llama así; en castellano sería: El Puente del Diablo”. Se cuenta una bonita leyenda en la que el puente es el protagonista; pero no se la puedo contar porque yo me bajo aquí, en Martorell. Adiós, ha sido un placer –y se encaminó hacia la plataforma de salida. 
-Gracias señor –dijo mi madre.
Iba ensimismado contemplando tanta belleza, cuando de repente mi hermana Victoria exclamó:
-¡Qué montaña tan bonita, madre! ¿Es Montserrat, madre?
-Sí, sí, claro que es Montserrat, aunque yo tampoco la había visto hasta ahora.
¡Oh. Qué maravilla! Desperté de golpe de mi encantamiento y mis ojos parpadeaban confusos, como si no se creyeran que aquel milagro de La Naturaleza fuese real. ¡Qué picos de roca pura! ¡Qué formas tan extrañas y al mismo tiempo tan majestuosas, tan divinas. Y aquel reguero de pinos y matorrales que se colaba entre los riscos, y descendía como una cascada de verde brillante.
-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! –Exclamé en voz alta. Luego callé: no podía, ni quería decir nada más; ni siquiera pensar. Quedé con los ojos bien abiertos y admiré en silencio aquella maravilla.
Aún iba hipnotizado por la emoción cuando mi madre nos hizo bajar del tren.  Subimos luego en otra especie de ferrocarril, pero muy estrambótico. Eran como grandes cajas unidas unas a otras en forma de escalera que debía ascender por una inclinada pendiente. Dicen que subía tirado por unos cables de acero, yo no lo sé; lo que sí sé, es que el corazón brincaba en mi pecho como un potro asustado.

Me hallé, de pronto, casi sin esperarlo dentro del templo. Seguían sorprendiéndome las maravillas; pensé que aquello no era real. Por un momento creí que aquella mañana, un hada madrina había tomada de la mano a toda la familia y nos había transportado a un mundo de fantasía. En un instante comprobé que sí, que todo era real: mi madre me tomó la oreja y, tirando de ella, me dijo:
-No te encantes hijo, que tenemos que subir a besar a La Virgen.
En la mano ya llevaba un cirio encendido, poco antes de comenzar a ascender por las escalerillas, que conducían al camerino de Nuestra Señora, dejó la vela en un candelabro.
Seguía mi excitación: desde que entramos en la basílica oí música monástica; ahora que estaba ya a un paso de poder besar la mano de La Virgen, el canto gregoriano parecía envolverlo todo. Me tomó mi madre de la mano y dijo:
-Bésala tú el primero Luís.
Alcé lo ojos y exclamé:
-¡La Virgen es negra! ¡Madre, La Virgen es negra!

Han pasado muchos años, muchos; en aquel tiempo mis cabellos eran negros, muy negros e indomable.; ahora, los pocos que quedan son blancos y lacios. A lo largo de mi vida, he subido a la Montaña Santa tantas veces que no las podría contar; no las podría contar, porque muchas se han borrado en mi memoria. Mas nunca, nunca jamás, he perdido un solo detalle de aquel día, de aquella jornada, de aquella excursión prodigiosa, donde descubrí: LA VIRGEN NEGRA.  




1 comentario:

  1. ¡¡¡Que bonito recuerdo de tu primer encuentro con Montserrat!!!
    para mí el momento más bonito en la montaña mágica, es la primera vez que fui con el club excursionista en el que llegue hasta Sant Jeroni el punto más alto de la montaña.Fue todo un descubrimiento aquellos senderos tan bien cuidados y aquellas peñas vistas de cerca,me enamoré de todo aquello.Espero reponerme de mi cadera para poder volver algun día ,Esperanzas no me faltan.

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