viernes, 7 de junio de 2013

NIÑOS SIN FRONTERAS

                                                     


            Vasile jugaba a las canicas con su hermana Nadia, se hallaban junto a un banco que había en un pequeño jardín. Sentado en el banco, Gilbert observaba, sin hacer ningún comentario, las evoluciones del juego de aquellos dos niños que hablaban en una lengua extraña. En un lance del juego una bola fue a rebotar en un zapato de Gilbert.
            -Perdonad, lo siento –dijo Gilbert.
            -No, no te disculpes, la culpa ha sido nuestra por dirigir la bola hacia aquí –respondió el niño en francés con acento extranjero.
            -¿Quieres jugar con mi hermano? –le invitó Nadia; luego agregó-. Yo ya estoy cansada.
            -Sí, sí, pero también podríamos jugar los tres –respondió el niño francés.
            -No, no, de verdad, yo prefiero jugar con mis muñecas –y extrajo unas figurillas de trapo, de la pequeña mochila cargada en la espalda.
            -Hablas muy bien el francés –le alabó Gilbert.
            -Sí, lo habla mejor que yo, y mucho mejor que mis padres.
            -¿Por qué?
            -Porque cuando vinimos a Francia ella era recién nacida y todavía no hablaba. Aquí ha aprendido al mismo tiempo el francés y nuestro idioma.
            -¿Cuál es vuestro idioma? ¿De dónde sois?
            -Somos de Italia. Hablamos italiano.
            -No, no es verdad –intervino Nadia-. Somos rumanos.
            -¿Por qué me has mentido? –le recriminó Gilbert.
            -Porque cuando digo que soy rumano, ningún niño quiere jugar conmigo. Y si encima averiguan que soy gitano, entonces me insultan y, en alguna ocasión, han llegado a pegarme –aclaró Vasile, arrepentido por haber engañado a Gilbert.
            -¿Dónde vives?
            -Aquí cerca, en un campamento.
            -Ya, ya entiendo. Vosotros sois esos gitanos rumanos que nuestro presidente quiere expulsar de este país.
            -Ya no quieres jugar conmigo ¿verdad?
            -Sí, sí, claro que quiero jugar con vosotros –dijo rotundamente el niño francés mirando a los ojos, primero a Vasile y después a Nadia. Luego añadió-. Mi padre dice que es una determinación totalitaria e injusta. Yo también pienso lo mismo, porque lo dice mi papá y mi papá es bueno y justo. Lo que él dice, par mí es sagrado.
            -Me alegro, me alegro mucho que, al menos, tú y tu familia estéis de nuestra parte.
            -Bueno, dejaros de charlas de mayores y comenzar a jugar ya.
            -Sí, sí. Tienes razón pequeña –dijo Gilbert.
            -Elige las bolas que más te agraden –Vasile abrió las manos y mostró, sobre sus palmas, diez o doce canicas de vivos colores.
            Gilbert tomó cuatro esferitas verdes, Vasile se quedó con otras tantas de color rojo y el resto lo guardó en el bolsillo derecho de su pantalón corto.
            -Vamos que ya es hora de comer –dijo Nadia, después de transcurrida una hora.
            -Sí vamos –respondió su hermano-. Adiós Gilbert.
            -¿Quieres que mañana nos juntemos de nuevo para jugar?
            -Por mi parte estaría encantado –respondió Vasile.
            -Mañana jugaré yo con vosotros, si os parece bien.
            -Me parece estupendo –respondió el niño francés, luego agregó- ¿A la misma hora?
            -Sí, a la misma hora –contestaron al unísono los hermanos.
            Se estrecharon las manos y partieron los tres niños: los rumanos tomaron un camino de tierra que se adentraba por un bosque de grandes árboles; Gilbert tomó su bicicleta que estaba tirada en tierra, junto al banco, y desapareció como una centella sobre el asfalto de una amplia avenida peatonal.

            Al día siguiente, a las once de la mañana, Gilbert esperaba impaciente en el parque la llegada de sus nuevos amigos. Para que la espera no se le hiciese tan larga, practicó un juego solitario con tres canicas amarillas y tres azules. Después de media hora jugando solo, Gilbert muy disgustado recogió sus canicas, las guardó en una bolsa de lona y metió la bolsita en su mochila. Se sentó en el banco y comenzó a pensar:
            “Ya me han fallado los gitanos. De esta gente no se puede uno fiar –rápidamente se arrepintió por haber juzgado de aquella manera a sus amigos- ¡Qué ruin que eres! –se recriminó-. Ya estás pensando como los intolerantes, como los xenófobos ¡Qué diría papá si supiese que he pensado de esta manera! ¡Qué dirían ellos! ¡Os pido perdón, amigos!
            “Cuando no han venido seguramente es porque no han podido. Tal vez debería ir yo en su búsqueda. Sí, tengo que ir y averiguar por qué no han podido acudir a nuestra cita. Además tengo que explicarles todo aquello que, anoche, me enseñó papá sobre la nueva Europa; de esta Europa de la que ellos también forman parte. Y, por tanto les diré que, como europeos que son,  pueden residir en cualquier nación de este continente, sin que nadie pueda obligarlos a marchar de donde habitan.
            Gilbert tomó su bicicleta y se adentró por aquel camino de tierra, por donde había visto perderse el día anterior a Vasile y Nadia. Pronto llegó a un poblado cercado con una alambrada. Se detuvo junto a la valla y contempló una serie de caravanas y chavolas llenas de gente; gente con una actividad vertiginosa. Vio cómo un hombre pasaba junto a él arrastrando una carretilla con algunos bultos sobre ella.
            -¡Eh, señor! ¡Por favor escuche!
            El hombre pasó sin hacer el menor caso, como si el muchacho no existiera. Al instante apareció por allí una joven, con dos rapazuelos cogidos de su falda, en la cabeza portaba un fardo y en las manos sendos cántaros de cobre. Al verla Gilbetr agitó sus manos y gritó:
            -¡Señora, señora, por favor escúcheme!
            Lo niños tiraron del vestido de la madre y señalaron a Gilbert. La gitana se acercó hasta la cerca:
            -¿Qué quieres chaval?
            -Conoce usted a unos hermanos que se llaman Vasile y Nadia?
            -¿Qué son, niños como tú?
            -Sí, sí. Creo que Vasile tiene nueve o diez años y su hermana seis. Y viven en este campamento con sus padres.
            -¿Para qué los buscas?
            -Son amigos míos y quería regalarles una bolsa de canicas que llevo en mi mochila.
            -Sí, los conozco. Son los hijos de mi prima Corina; viven al otro lado del recinto, pero no sé si podrás hablar con ellos, hoy estamos todos muy atareados.
            Gilbert montó en su bicicleta y se lanzó por aquel sendero hacia donde aquella gitana le había indicado. Descabalgó de su bici y metió las narices entre los alambres de la cerca mientras oteaba aquella zona del campo. Allá, al fondo, vio unos cuantos niños en torno a una caravana. Gilbert comenzó a agitar los brazos y a gritar:
            -¡Eh, Vasile, Vasile, Vasile! ¡Eh, Nadia, Nadia!
            De pronto vio a una niña correr hacia él, a medida que se acercaba aparecía más clara la figura de su amiga. Antes de que la niña llegara a la cerca, el muchacho le gritó:
            -¿Por qué no habéis venido a jugar esta mañana?
            -No hemos podido –respondió con voz entrecortada la gitanilla, por el esfuerzo de la carrera; luego añadió-. Vasile está ayudando a mis padres a empaquetar nuestras cosas, porque mañana vendrán los policías para echarnos de aquí –Nadia rompió a llorar.
            -Dice mi padre que no os pueden expulsar de Francia; anoche me lo explicó. Hay un mandato de la Comunidad Europea que no lo permite ¡No, no lo harán!
            -No lo sé, no lo sé; yo sólo sé que ayer vinieron unos señores, acompañados de policías. Venían en nombre del presidente de Francia. Leyeron a mis padres y a todos los gitanos de este campamento unas órdenes que traían escritas en unos papeles. Estos mandatos decían que maña a las doce vendrán unos vehículos a por todos nosotros, para expulsarnos del país –Nadia hizo una breve pausa, había hablado de un tirón; luego, añadió-. Mi madre y otras mujeres arrancaron a llorar y mi padre y muchos hombres a maldecir y a blasfemar.
            -¡Llama a tu hermano y a tu padre! –exclamó-. Quiero hablar con ellos.
            La niña marchó corriendo. A los diez minutos apareció de nuevo acompañada de su hermano, éste venía con semblante serio, traía cara de pocos amigos:
            -¿Qué quieres? –preguntó a Gilbert con gesto huraño.
            -Quiero ayudarte –y acto seguido explicó todo cuanto su padre le había enseñado la tarde anterior, sobre la movilidad de todos los ciudadanos comunitarios.
            -Está bien todo cuanto dices, pero todo eso mañana de nada servirá –calló un momento, luego añadió con amargura-. En el fondo creo que no sólo es el presidente, sois todos los franceses incluso tú y tu familia los que estáis deseando que nos echen de aquí… -Vasile tomó de la mano a su hermana, dio la espalda al francés y emprendió camino hacia el interior de la acampada.
            -¡No, no. Eso no es cierto! –gritó Gilbert- ¡Sois mis amigos! ¡Yo quiero ayudaros y os ayudaré! ¡Ya lo verás!
            Los gitanos se alejarson a paso apresurado sin volver ni una sola vez el rostro hacia su amigo. Gilbert lloró de rabia e indignación.
            La mañana había amanecido gris. El reloj de un campanario, próximo al recinto gitano,  dio once campanadas. La hora fatídica estaba ya próxima. En el campamento los gitanos habían formado grupos en torno a  sus rimeros de bultos y viejas maletas. Charlaban, intentaban explicar algún chiste que nadie reía, maldecían su estampa y juramentaban prometiendo intentar de nuevo el regreso a Francia, a España o a alguna otra nación donde pudieran vivir, donde no pasaran hambre como pasaban en su tierra, en Rumanía. No muy lejos de estas cuadrillas, las mujeres preparaban café, en grandes ollas, en fogatas improvisadas. Luego corrían a los corrillos, con vasos de todo tipo portados en sus grandes faldones, y en sus manos acarreaban grandes perolas de las que salpicaba el café; generosas y sacrificadas, ellas invitaban a beber a sus hombres y a sus niños; éstos, los pequeños, permanecían pasmados en torno a sus padres. Unos más que otros eran conscientes del mal que les acechaba, pero todos andaban asustados y con miedo en el alma.  
            Antes de que el reloj diese las campanadas de la media hora aparecieron varios coches blindados; de ellos descendieron algunas patrullas de gendarmes armados hasta los dientes. Acto seguido llegó una caravana de autobuses que se detuvo frente a la acampada gitana. Un capitán, escoltado por dos policías de rango inferior, se aproximó hasta la gran puerta de la cerca y altavoz en mano comenzó a hablar:
            -Buenos días señores.
            En ese instante los rumanos estallaron en un sinfín de silbidos, gritos e insultos. Uno de los gendarmes que acompañaba al máximo jefe policial disparó dos tiros al aire. Un silencio tenso tomó posesión de todo el entorno.
            -Cálmense señores y sigan las instrucciones que seguidamente les voy a…
            De pronto un murmullo, un revuelo, una agitación se produjo en la explanada. El jefe de la policía quedó desconcertado y enmudeció. Entre él y los gitanos apareció una nutrida  manifestación infantil que se movía lenta pero con firmeza. Los muchachos se plantaron allí, delante de los gendarmes con varias pancartas; en la más grande sostenida por quince o veinte niños franceses se leía: ESTOS GITANOS SON CIUDADANOS EUROPEOS. Otra más chica decía: EUROPA PROHIBE SU EXPULSIÓ. Y en la tercera estaba escrito: NO QUEREMOS QUE MARCHEN.
            Antes de que los gendarmes pudieran reaccionar, surgió de aquella concentración infantil un niño y acercándose hasta la máxima autoridad allí presente, le entregó un sobre grande y le dijo:
            -Ahí tiene usted un millar de firmas.
            Entonces Gilbert se giró para reincorporarse a su puesto, alzó la vista y contempló, pegados a la alambrada, a sus dos amigos agitando sus manos en señal de agradecimiento y amistad. 

                                                                       FRUCTUOSO GARCIA