Vasile jugaba a las canicas con su
hermana Nadia, se hallaban junto a un banco que había en un pequeño jardín. Sentado
en el banco, Gilbert observaba, sin hacer ningún comentario, las evoluciones
del juego de aquellos dos niños que hablaban en una lengua extraña. En un lance
del juego una bola fue a rebotar en un zapato de Gilbert.
-Perdonad, lo siento –dijo Gilbert.
-No, no te disculpes, la culpa ha
sido nuestra por dirigir la bola hacia aquí –respondió el niño en francés con
acento extranjero.
-¿Quieres jugar con mi hermano? –le
invitó Nadia; luego agregó-. Yo ya estoy cansada.
-Sí, sí, pero también podríamos
jugar los tres –respondió el niño francés.
-No, no, de verdad, yo prefiero
jugar con mis muñecas –y extrajo unas figurillas de trapo, de la pequeña mochila
cargada en la espalda.
-Hablas muy bien el francés –le
alabó Gilbert.
-Sí, lo habla mejor que yo, y mucho
mejor que mis padres.
-¿Por qué?
-Porque cuando vinimos a Francia
ella era recién nacida y todavía no hablaba. Aquí ha aprendido al mismo tiempo
el francés y nuestro idioma.
-¿Cuál es vuestro idioma? ¿De dónde
sois?
-Somos de Italia. Hablamos italiano.
-No, no es verdad –intervino Nadia-.
Somos rumanos.
-¿Por qué me has mentido? –le recriminó
Gilbert.
-Porque cuando digo que soy rumano,
ningún niño quiere jugar conmigo. Y si encima averiguan que soy gitano,
entonces me insultan y, en alguna ocasión, han llegado a pegarme –aclaró
Vasile, arrepentido por haber engañado a Gilbert.
-¿Dónde vives?
-Aquí cerca, en un campamento.
-Ya, ya entiendo. Vosotros sois esos
gitanos rumanos que nuestro presidente quiere expulsar de este país.
-Ya no quieres jugar conmigo
¿verdad?
-Sí, sí, claro que quiero jugar con
vosotros –dijo rotundamente el niño francés mirando a los ojos, primero a
Vasile y después a Nadia. Luego añadió-. Mi padre dice que es una determinación
totalitaria e injusta. Yo también pienso lo mismo, porque lo dice mi papá y mi
papá es bueno y justo. Lo que él dice, par mí es sagrado.
-Me alegro, me alegro mucho que, al
menos, tú y tu familia estéis de nuestra parte.
-Bueno, dejaros de charlas de
mayores y comenzar a jugar ya.
-Sí, sí. Tienes razón pequeña –dijo
Gilbert.
-Elige las bolas que más te agraden
–Vasile abrió las manos y mostró, sobre sus palmas, diez o doce canicas de
vivos colores.
Gilbert tomó cuatro esferitas
verdes, Vasile se quedó con otras tantas de color rojo y el resto lo guardó en
el bolsillo derecho de su pantalón corto.
-Vamos que ya es hora de comer –dijo
Nadia, después de transcurrida una hora.
-Sí vamos –respondió su hermano-.
Adiós Gilbert.
-¿Quieres que mañana nos juntemos de
nuevo para jugar?
-Por mi parte estaría encantado
–respondió Vasile.
-Mañana jugaré yo con vosotros, si
os parece bien.
-Me parece estupendo –respondió el
niño francés, luego agregó- ¿A la misma hora?
-Sí, a la misma hora –contestaron al
unísono los hermanos.
Se estrecharon las manos y partieron
los tres niños: los rumanos tomaron un camino de tierra que se adentraba por un
bosque de grandes árboles; Gilbert tomó su bicicleta que estaba tirada en
tierra, junto al banco, y desapareció como una centella sobre el asfalto de una
amplia avenida peatonal.
Al día siguiente, a las once de la
mañana, Gilbert esperaba impaciente en el parque la llegada de sus nuevos
amigos. Para que la espera no se le hiciese tan larga, practicó un juego
solitario con tres canicas amarillas y tres azules. Después de media hora jugando
solo, Gilbert muy disgustado recogió sus canicas, las guardó en una bolsa de
lona y metió la bolsita en su mochila. Se sentó en el banco y comenzó a pensar:
“Ya me han fallado los gitanos. De
esta gente no se puede uno fiar –rápidamente se arrepintió por haber juzgado de
aquella manera a sus amigos- ¡Qué ruin que eres! –se recriminó-. Ya estás
pensando como los intolerantes, como los xenófobos ¡Qué diría papá si supiese
que he pensado de esta manera! ¡Qué dirían ellos! ¡Os pido perdón, amigos!
“Cuando no han venido seguramente es
porque no han podido. Tal vez debería ir yo en su búsqueda. Sí, tengo que ir y
averiguar por qué no han podido acudir a nuestra cita. Además tengo que
explicarles todo aquello que, anoche, me enseñó papá sobre la nueva Europa; de
esta Europa de la que ellos también forman parte. Y, por tanto les diré que,
como europeos que son, pueden residir en
cualquier nación de este continente, sin que nadie pueda obligarlos a marchar
de donde habitan.
Gilbert tomó su bicicleta y se
adentró por aquel camino de tierra, por donde había visto perderse el día anterior
a Vasile y Nadia. Pronto llegó a un poblado cercado con una alambrada. Se
detuvo junto a la valla y contempló una serie de caravanas y chavolas llenas de
gente; gente con una actividad vertiginosa. Vio cómo un hombre pasaba junto a
él arrastrando una carretilla con algunos bultos sobre ella.
-¡Eh, señor! ¡Por favor escuche!
El hombre pasó sin hacer el menor
caso, como si el muchacho no existiera. Al instante apareció por allí una
joven, con dos rapazuelos cogidos de su falda, en la cabeza portaba un fardo y
en las manos sendos cántaros de cobre. Al verla Gilbetr agitó sus manos y
gritó:
-¡Señora, señora, por favor
escúcheme!
Lo niños tiraron del vestido de la
madre y señalaron a Gilbert. La gitana se acercó hasta la cerca:
-¿Qué quieres chaval?
-Conoce usted a unos hermanos que se
llaman Vasile y Nadia?
-¿Qué son, niños como tú?
-Sí, sí. Creo que Vasile tiene nueve
o diez años y su hermana seis. Y viven en este campamento con sus padres.
-¿Para qué los buscas?
-Son amigos míos y quería regalarles
una bolsa de canicas que llevo en mi mochila.
-Sí, los conozco. Son los hijos de
mi prima Corina; viven al otro lado
del recinto, pero no sé si podrás hablar con ellos, hoy estamos todos muy
atareados.
Gilbert montó en su bicicleta y se
lanzó por aquel sendero hacia donde aquella gitana le había indicado.
Descabalgó de su bici y metió las narices entre los alambres de la cerca
mientras oteaba aquella zona del campo. Allá, al fondo, vio unos cuantos niños
en torno a una caravana. Gilbert comenzó a agitar los brazos y a gritar:
-¡Eh, Vasile, Vasile, Vasile! ¡Eh,
Nadia, Nadia!
De pronto vio a una niña correr
hacia él, a medida que se acercaba aparecía más clara la figura de su amiga.
Antes de que la niña llegara a la cerca, el muchacho le gritó:
-¿Por qué no habéis venido a jugar
esta mañana?
-No hemos podido –respondió con voz
entrecortada la gitanilla, por el esfuerzo de la carrera; luego añadió-. Vasile
está ayudando a mis padres a empaquetar nuestras cosas, porque mañana vendrán
los policías para echarnos de aquí –Nadia rompió a llorar.
-Dice mi padre que no os pueden
expulsar de Francia; anoche me lo explicó. Hay un mandato de la Comunidad Europea
que no lo permite ¡No, no lo harán!
-No lo sé, no lo sé; yo sólo sé que
ayer vinieron unos señores, acompañados de policías. Venían en nombre del
presidente de Francia. Leyeron a mis padres y a todos los gitanos de este
campamento unas órdenes que traían escritas en unos papeles. Estos mandatos
decían que maña a las doce vendrán unos vehículos a por todos nosotros, para
expulsarnos del país –Nadia hizo una breve pausa, había hablado de un tirón;
luego, añadió-. Mi madre y otras mujeres arrancaron a llorar y mi padre y
muchos hombres a maldecir y a blasfemar.
-¡Llama a tu hermano y a tu padre!
–exclamó-. Quiero hablar con ellos.
La niña marchó corriendo. A los diez
minutos apareció de nuevo acompañada de su hermano, éste venía con semblante
serio, traía cara de pocos amigos:
-¿Qué quieres? –preguntó a Gilbert
con gesto huraño.
-Quiero ayudarte –y acto seguido
explicó todo cuanto su padre le había enseñado la tarde anterior, sobre la
movilidad de todos los ciudadanos comunitarios.
-Está bien todo cuanto dices, pero
todo eso mañana de nada servirá –calló un momento, luego añadió con amargura-.
En el fondo creo que no sólo es el presidente, sois todos los franceses incluso
tú y tu familia los que estáis deseando que nos echen de aquí… -Vasile tomó de
la mano a su hermana, dio la espalda al francés y emprendió camino hacia el
interior de la acampada.
-¡No, no. Eso no es cierto! –gritó
Gilbert- ¡Sois mis amigos! ¡Yo quiero ayudaros y os ayudaré! ¡Ya lo verás!
Los gitanos se alejarson a paso apresurado
sin volver ni una sola vez el rostro hacia su amigo. Gilbert lloró de rabia e
indignación.
La mañana había amanecido gris. El
reloj de un campanario, próximo al recinto gitano, dio once campanadas. La hora fatídica estaba
ya próxima. En el campamento los gitanos habían formado grupos en torno a sus rimeros de bultos y viejas maletas.
Charlaban, intentaban explicar algún chiste que nadie reía, maldecían su
estampa y juramentaban prometiendo intentar de nuevo el regreso a Francia, a
España o a alguna otra nación donde pudieran vivir, donde no pasaran hambre
como pasaban en su tierra, en Rumanía. No muy lejos de estas cuadrillas, las
mujeres preparaban café, en grandes ollas, en fogatas improvisadas. Luego
corrían a los corrillos, con vasos de todo tipo portados en sus grandes
faldones, y en sus manos acarreaban grandes perolas de las que salpicaba el
café; generosas y sacrificadas, ellas invitaban a beber a sus hombres y a sus
niños; éstos, los pequeños, permanecían pasmados en torno a sus padres. Unos
más que otros eran conscientes del mal que les acechaba, pero todos andaban
asustados y con miedo en el alma.
Antes de que el reloj diese las
campanadas de la media hora aparecieron varios coches blindados; de ellos
descendieron algunas patrullas de gendarmes armados hasta los dientes. Acto
seguido llegó una caravana de autobuses que se detuvo frente a la acampada
gitana. Un capitán, escoltado por dos policías de rango inferior, se aproximó
hasta la gran puerta de la cerca y altavoz en mano comenzó a hablar:
-Buenos días señores.
En ese instante los rumanos
estallaron en un sinfín de silbidos, gritos e insultos. Uno de los gendarmes
que acompañaba al máximo jefe policial disparó dos tiros al aire. Un silencio
tenso tomó posesión de todo el entorno.
-Cálmense señores y sigan las
instrucciones que seguidamente les voy a…
De pronto un murmullo, un revuelo,
una agitación se produjo en la explanada. El jefe de la policía quedó
desconcertado y enmudeció. Entre él y los gitanos apareció una nutrida manifestación infantil que se movía lenta
pero con firmeza. Los muchachos se plantaron allí, delante de los gendarmes con
varias pancartas; en la más grande sostenida por quince o veinte niños
franceses se leía: ESTOS GITANOS SON CIUDADANOS EUROPEOS. Otra más chica decía:
EUROPA PROHIBE SU EXPULSIÓ. Y en la tercera estaba escrito: NO QUEREMOS QUE
MARCHEN.
Antes de que los gendarmes pudieran
reaccionar, surgió de aquella concentración infantil un niño y acercándose
hasta la máxima autoridad allí presente, le entregó un sobre grande y le dijo:
-Ahí tiene usted un millar de
firmas.
Entonces Gilbert se giró para
reincorporarse a su puesto, alzó la vista y contempló, pegados a la alambrada,
a sus dos amigos agitando sus manos en señal de agradecimiento y amistad.
FRUCTUOSO
GARCIA