domingo, 19 de mayo de 2013

EL SUEÑO DE UN SOÑADOR


                                 


Miguel se movía de un lado al otro del andén; de pronto se sentó en un banco, sacó de su mochila una caja de lápices de maquillaje y empezó a pintarse la cara, de tanto en tanto se miraba en un diminuto espejo. En aquel momento se oyó el silbido próximo de un tren que se acercaba a la estación. Comenzó a recoger los lápices esparcidos por encima del banco; la intención era no dejar escapar aquel “carrilet” que ya asomaba por la curva próxima a la estación. Por un momento se miró de nuevo en el espejo y pensó: “No, aún no estoy presentable. Además, estos Ferrocarriles tienen hoy en día una frecuencia casi como la del metro, pronto vendrá otro”.
Todos los pasajeros que esperaban a su lado subieron al convoy; algunos, ya dentro, siguieron mirando por las ventanillas la extraña conducta de aquel hombre que quedaba, en el andén, enfrascado en su aderezo facial. El tren partió y Miguel siguió pintando su rostro con naturalidad. Se miró de nuevo en el cristal y dio por concluida su tarea. “Ha quedado perfecto: cuatro partes iguales, dos blancas y dos negras en diagonal” pensó. Entonces sí, recogió todos sus apechusques y los guardó en la mochila. Al mismo tiempo, extrajo de ella una blusa blanca de seda estampada con rombos negros. La sostuvo en la mano y tan pronto llegó otro tren y abrió sus puertas se la metió por la cabeza y quedó completamente disfrazado de arlequín.
El bufón quedó de momento allí en un rincón junto a la puerta. Tan pronto el “carrilet” se puso en marcha, el payaso con un salto espectacular se plantó en el centro de la plataforma. Algunos viajeros se retiraron, asustados y sorprendidos, a los bordes de aquel escenario improvisado. Todos, absolutamente todos los pasajeros del vagón, estaban pendientes del artista. La mayoría de ellos permanecían callados y atentos, un poco impacientes por el comienzo de la representación; otros, los menos, miraban despectivamente a aquella figura extraña, a aquel payaso.
El arlequín alzó despacio la mano derecha, giró lentamente sobre sí mismo mientras iba observando a su público curioso: había hombres y mujeres, niños y abuelos; en la mayoría de los rostros se dibujaban sonrisas. Sólo un par de miradas reprobadoras. Pero en todas se observaba una expectación impaciente, le pedían en silencio, sólo con la mirada, que comenzase ya la representación.
-“He aquí el tinglado de la antigua farsa -comenzó la declamación con una voz fuerte, grave e impostada-, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarín desde su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el respetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para desarrugar por un instante la frente, siempre cargada de graves pensamientos, al escuchar algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro hampón, que allí divierte sus ocios horas y horas, engañando al hambre con las risas; -movía las manos, gesticulaba con todo el cuerpo acompañando el gesto adecuado a la palabra declamada; su mirada iba de uno a otro espectador. Se iluminaba su rostro o entristecía el gesto según conviniese. Los viajeros sonreían, correspondiendo así a su mirada. A la mayoría de ellos se los había ganado como cómplices-… y el prelado y la dama de calidad, y el gran señor desde su carroza, como la moza alegre y el soldado, y el mercader y el estudiante”.
Llegó la primera parada desde que se inició aquella farsa: el tren se detuvo, el arlequín calló y quedó mudo, con la mirada perdida, como si todo él se hubiera ausentado. Hubo viajeros que subieron, otros descendieron del tren, éstos últimos pretendían seguir, desde el andén con los ojos, la reanudación de la representación teatral. Los viajeros nuevos se colocaron: unos buscaron un rincón en la plataforma, y su vista quedó prendada de aquel mimo silencioso y llamativo situado en el centro del estrado; otros, los menos,  pasaron a su lado casi ignorándolo y buscaron un asiento para leer un periódico, un libro, o simplemente para leer sus propios pensamientos. Mas tan pronto arrancó el convoy, el mimo dejó de serlo para convertirse de nuevo en actor: su mirada volvió, su cuerpo adquirió movimiento y su boca tomó la palabra: 
“Gente de toda condición, que en ningún otro lugar se hubiera reunido, comunicábase allí su regocijo, que muchas veces, más que de la farsa, reía el grave de ver reír al risueño, y el sabio al bobo, y los pobres de ver reír a los grandes señores, ceñudos de ordinario, y los grandes de ver reír a los pobretes, tranquilizada su conciencia con pensar: ¡también los pobres ríen! Que nada prende tan pronto de unas almas en otras como esta simpatía de la risa…       
Hizo una pausa, como si de pronto hubiera olvidado el texto de Jacinto Benavente, como si “Los intereses creados” hubieran desaparecido por completo de su mente. Mas su pausa no fue debida al olvido o la falta de memoria, no. Su gesto de comediante cambió, devino en una mueca extraña. Ante él, apenas a cuatro metros de distancia, parado, contemplándole en silencio se hallaba un inspector de los Ferrocarriles Catalanes. El funcionario volvió a tomar movimiento y continuó solicitando afablemente el billete a los pasajeros. El arlequín trocó su rigidez por naturalidad e introdujo la mano en el bolsillo de su pantalón, extrajo su ticket y con un gesto ampuloso, acompañado de una reverencia, adelantándose un paso, entregó el boleto al revisor; éste lo tomó, lo taladró con sus tenacillas, y lo devolvió al artista correspondiendo su donaire con una ligera inclinación de cabeza. El funcionario continuó realizando su tarea y Miguel volvió a ser de nuevo el artista soñador, el actor tantas veces deseado en sueños nocturnos y en sueños diurnos:
“Alguna vez, también subió la farsa a palacios de príncipes, altísimos señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos libre y despreocupada. Fue de todos y para todos –el arlequín giró levemente su cabeza hacia el fondo del vagón por donde aún trabajaba el inspector, éste levantó su mano y la agitó en el acto a modo de despedida, el bufón le lanzó un beso con la mano izquierda correspondiendo así a la cortesía del funcionario; inmediatamente después desapareció por la puerta que comunicaba con el siguiente convoy-. Del pueblo recogió burlas y malicias y dichos sentenciosos, de esa filosofía del pueblo, que siempre sufre, dulcificada por aquella resignación de los humildes de entonces, que no lo esperaban todo de este mundo, y por eso sabían reírse del mundo sin odio y sin amargura.
Una joven que había permanecido embobada frente a él, tomó un pequeño sombrero que coronaba su linda testa y, después de depositar en él una moneda, pasó por delante de todos aquellos espectadores pidiendo una gratificación para el artista, mientras éste seguía representando la mejor pieza teatral de don Jacinto Benavente:
“Ilustró después su plebeyo origen con noble ejecutoria: Lope de Rueda, Shakespeare, Molière, como enamorados príncipes de cuento de hadas, elevaron a Cenicienta al más alto trono de la Poesía y el Arte. No presume de tan gloriosa estirpe esta farsa, que, por curiosidad de su espíritu inquieto os presenta un poeta de ahora.
Una nueva parada: el actor vuelve a convertirse en mimo, los viajeros de nuevo suben, de nuevo bajan, algunos se resisten a marchar; hay quien se alza del asiento, mira el reloj y se vuelve a sentar. Un joven, recién venido, con el cabello rapado e indumentaria nazi, se detiene ante el arlequín y con gesto osco, a dos dedos de su rostro, le insulta: ¡mamarracho! ¡escoria! ¡maricón! El artista le sonríe y, al mismo tiempo, le rechaza con gesto suave pero enérgico; el bruto alza sus brazos en un gesto bravucón y amenazante; en aquel momento, dos hombres y una mujer se lanzan contra él y le obligan a alejarse del actor. El muchacho pendenciero emprende la retirada y marcha hasta el fondo del vagón, allí toma siento en uno de los últimos lugares, saca su móvil e inicia una conversación acompañada de gestos bruscos y autoritarios. La muchacha, que se había retirado a un rincón durante el provocador incidente, armada de valor, reclama  nuevamente, sombrero en mano, una dádiva para el artista. Él mimo vuelve a tomar vida como si nada hubiera pasado:
“Es una farsa guiñolesca , de asunto disparatado, sin realidad alguna. Pronto veréis cómo cuanto en ella sucede no pudo suceder nunca, que sus personajes no son ni semejan hombres y mujeres, sino muñecos o fantoches de cartón y trapo, con groseros hilos, visibles a poca luz y al más corto de vista. Son las mismas máscaras de aquella Comedia del Arte italiano, no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo –Miguel se desprendió por un instante del artista y se le escapó una fugaz mirada, hacia el fondo del vagón: vio unos ojos plenos de odio y de rencor, y unos dedos que llevados a la sien le decían que estaba loco. Loco, aquella palabra le estremecía. Durante toda la mañana no había pensado en ella, pero ahora le golpeaba el alma y le oprimía el corazón. Por un momento se le escaparon dos lágrimas que sólo algunos pocos espectadores lograron ver. Su mente dio un salto y volvió a escena-. Bien conoce el autor que tan primitivo espectáculo no es el más digno de un culto auditorio de estos tiempos; así pues, de vuestra cultura tanto como de vuestra bondad se ampara. El  autor sólo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea; el Arte no se resigna a envejecer, y por parecer niño finge balbuceos… Y he aquí como estos viejos polichinelas pretenden hoy divertiros con sus niñerías.
Cuando el actor calló, se acercó la joven con su sombrero para ofrecerle el resultado de su acto petitorio. “¿Cómo te llamas?” Preguntó Miguel. “María”, respondió la joven. “Gracias María”. El payaso tomó en aquel momento a la muchacha por la mano, la condujo lentamente, ante la expectación del heterogéneo público, y la llevó hasta un asiento de la segunda fila donde había una mujer emigrante con dos niños pequeños agarrados a su falda y un bebé  en el regazo, indicó con un gesto amable y bondadoso que entregase la colecta a aquella mujer. María así lo hizo. Inmediatamente, Miguel con sus palmas arrancó un fuerte aplauso de la concurrencia dedicado a aquella generosa muchacha.
Aquel acto de generosidad coincidió con una nueva parada. Se abrieron las puertas; con gran sorpresa para muchos, irrumpieron en el vagón dos mozos de escuadra. El actor había quedado inmóvil, al igual que en paradas anteriores. Al ver entrar a los policías hizo un intento de coger su pequeña mochila que se hallaba en el suelo junto a la barra central, mas no le dio tiempo. Un representante de la ley lo tomó por el brazo: “Hoy Crispín –le dijo-; hace dos semanas de Hamlet ¿A quién interpretarás el próximo día que te escapes? ¿Dónde darás tu representación? Convéncete, no eres actor, eres un enfermo y debes volver al hospital para curarte.
Se cerraron las puertas y el tren arrancó. “¡Tira de la palanca de emergencia!”, gritó el mozo que sujetaba a Miguel por el brazo. “No, No –respondió su compañero-, esperaremos hasta la siguiente parada, hasta el próximo pueblo, allí pediremos el coche a los municipales y lo trasladaremos al psiquiátrico.
Miguel con un golpe seco se zafó del agente y dijo:
-Adelantaré aquí, señores, el final de esta obra, porque también a mí me llega el final –acto seguido se puso a declamar ante la doble expectación de aquellos compañeros de viaje que se habían convertido en su público-: “…Y en ella visteis, como en las farsas de la vida, que a estos muñecos, como a los humanos, muévenlos  cordelillos groseros, que son los intereses, las pasioncillas, los engaños y todas las miserias de su condición –el policía quiso agarrarlo por el brazo de nuevo, mas él volvió a zafarse y éste a un gesto de su compañero, lo dejó tranquilo; en aquel momento el actor se encaró con él y, con una sonrisa irónica y gesto burlón, continuó-: tiran unos de sus pies y los llevan a tristes andanzas; tiran otros de sus manos, que trabajan con pena, luchan con rabia, hurtan con astucia, matan con violencia. Pero entre todos ellos, desciende a veces del cielo al corazón un hilo sutil, como tejido con la luz del sol y con luz de luna: el hilo del amor, que a los humanos, como a esos muñecos que semejan humanos, les hace parecer divinos, y trae a nuestra frente resplandores de aurora, y pone alas en nuestro corazón y nos dice que no todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba.
El artista hizo una gran reverencia hacia su público y éste le correspondió con un estruendoso aplauso. En ese instante el “carrilet” entraba en la estación de Martorell. Los policías ya hartos de aquella pantomima, lo agarraron por los brazos y lo empujaron hacia la puerta. El actor se volvió por última vez hacia sus compañeros de viaje:   
-Yo no puedo acabar cuando la farsa acaba. Sin duda, mis sueños no pueden acabar, cuando la farsa acaba; menos aún ahora, y a pesar de que estos servidores de la ley me arrastran y me roban libertad. Me encerrarán en Sant Boi, una y otra vez, y otra, pero mis sueños, los sueños de este soñador no acaban ahora, ni ahora ni nunca, ni cuando esté tras las rejas de esa casa de salud que antes llamaban manicomio y ahora la llaman clínica mental. No, no podrán acabar jamás con los sueños de este soñador.
Los dos mozos de escuadra lo alzaron en volandas cogido por los brazos y bajaron con él del tren. Miguel vuelto el rostro hacia dentro del vagón recibió un último aplauso de su público; en ese instante, rodaron por sus mejillas sendas lágrimas silenciosas.         
            














2 comentarios:

  1. Hermoso y emotivo arlequin.¡¡¡preciosa interpretaciónde de un un loco!!!.Un bonito relato.

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  2. Lo he vuelto a releer y todavía le encuentro mas valor al relato.Por crear una historia que muy bien podria haber ocurrido dado el entorno en que vivimos y por su toque a la generosidad y la intolerancia que incluye el relato.¡¡¡felicidades!!! y a seguir creando historias.

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