Miguel se movía de un lado al otro del andén; de
pronto se sentó en un banco, sacó de su mochila una caja de lápices de
maquillaje y empezó a pintarse la cara, de tanto en tanto se miraba en un
diminuto espejo. En aquel momento se oyó el silbido próximo de un tren que se
acercaba a la estación. Comenzó a recoger los lápices esparcidos por encima del
banco; la intención era no dejar escapar aquel “carrilet” que ya asomaba por la
curva próxima a la estación. Por un momento se miró de nuevo en el espejo y
pensó: “No, aún no estoy presentable. Además, estos Ferrocarriles tienen hoy en
día una frecuencia casi como la del metro, pronto vendrá otro”.
Todos los pasajeros que esperaban a su lado
subieron al convoy; algunos, ya dentro, siguieron mirando por las ventanillas
la extraña conducta de aquel hombre que quedaba, en el andén, enfrascado en su
aderezo facial. El tren partió y Miguel siguió pintando su rostro con
naturalidad. Se miró de nuevo en el cristal y dio por concluida su tarea. “Ha
quedado perfecto: cuatro partes iguales, dos blancas y dos negras en diagonal”
pensó. Entonces sí, recogió todos sus apechusques y los guardó en la mochila.
Al mismo tiempo, extrajo de ella una blusa blanca de seda estampada con rombos
negros. La sostuvo en la mano y tan pronto llegó otro tren y abrió sus puertas
se la metió por la cabeza y quedó completamente disfrazado de arlequín.
El bufón quedó de momento allí en un rincón junto
a la puerta. Tan pronto el “carrilet” se puso en marcha, el payaso con un salto
espectacular se plantó en el centro de la plataforma. Algunos viajeros se
retiraron, asustados y sorprendidos, a los bordes de aquel escenario
improvisado. Todos, absolutamente todos los pasajeros del vagón, estaban
pendientes del artista. La mayoría de ellos permanecían callados y atentos, un
poco impacientes por el comienzo de la representación; otros, los menos,
miraban despectivamente a aquella figura extraña, a aquel payaso.
El arlequín alzó despacio la mano derecha, giró
lentamente sobre sí mismo mientras iba observando a su público curioso: había
hombres y mujeres, niños y abuelos; en la mayoría de los rostros se dibujaban
sonrisas. Sólo un par de miradas reprobadoras. Pero en todas se observaba una
expectación impaciente, le pedían en silencio, sólo con la mirada, que
comenzase ya la representación.
-“He aquí el tinglado de la antigua farsa -comenzó
la declamación con una voz fuerte, grave e impostada-, la que alivió en posadas
aldeanas el cansancio de los trajinantes, la que embobó en las plazas de humildes
lugares a los simples villanos, la que juntó en ciudades populosas a los más
variados concursos, como en París sobre el Puente Nuevo, cuando Tabarín desde
su tablado de feria solicitaba la atención de todo transeúnte, desde el
respetado doctor que detiene un momento su docta cabalgadura para desarrugar
por un instante la frente, siempre cargada de graves pensamientos, al escuchar
algún donaire de la alegre farsa, hasta el pícaro hampón, que allí divierte sus
ocios horas y horas, engañando al hambre con las risas; -movía las manos,
gesticulaba con todo el cuerpo acompañando el gesto adecuado a la palabra
declamada; su mirada iba de uno a otro espectador. Se iluminaba su rostro o
entristecía el gesto según conviniese. Los viajeros sonreían, correspondiendo
así a su mirada. A la mayoría de ellos se los había ganado como cómplices-… y
el prelado y la dama de calidad, y el gran señor desde su carroza, como la moza
alegre y el soldado, y el mercader y el estudiante”.
Llegó la primera parada desde que se inició
aquella farsa: el tren se detuvo, el arlequín calló y quedó mudo, con la mirada
perdida, como si todo él se hubiera ausentado. Hubo viajeros que subieron,
otros descendieron del tren, éstos últimos pretendían seguir, desde el andén
con los ojos, la reanudación de la representación teatral. Los viajeros nuevos
se colocaron: unos buscaron un rincón en la plataforma, y su vista quedó
prendada de aquel mimo silencioso y llamativo situado en el centro del estrado;
otros, los menos, pasaron a su lado casi
ignorándolo y buscaron un asiento para leer un periódico, un libro, o
simplemente para leer sus propios pensamientos. Mas tan pronto arrancó el
convoy, el mimo dejó de serlo para convertirse de nuevo en actor: su mirada
volvió, su cuerpo adquirió movimiento y su boca tomó la palabra:
“Gente de toda condición, que en ningún otro lugar
se hubiera reunido, comunicábase allí su regocijo, que muchas veces, más que de
la farsa, reía el grave de ver reír al risueño, y el sabio al bobo, y los
pobres de ver reír a los grandes señores, ceñudos de ordinario, y los grandes
de ver reír a los pobretes, tranquilizada su conciencia con pensar: ¡también
los pobres ríen! Que nada prende tan pronto de unas almas en otras como esta
simpatía de la risa…
Hizo una pausa, como si de pronto hubiera olvidado
el texto de Jacinto Benavente, como si “Los intereses creados” hubieran
desaparecido por completo de su mente. Mas su pausa no fue debida al olvido o
la falta de memoria, no. Su gesto de comediante cambió, devino en una mueca
extraña. Ante él, apenas a cuatro metros de distancia, parado, contemplándole
en silencio se hallaba un inspector de los Ferrocarriles Catalanes. El
funcionario volvió a tomar movimiento y continuó solicitando afablemente el billete
a los pasajeros. El arlequín trocó su rigidez por naturalidad e introdujo la
mano en el bolsillo de su pantalón, extrajo su ticket y con un gesto ampuloso,
acompañado de una reverencia, adelantándose un paso, entregó el boleto al
revisor; éste lo tomó, lo taladró con sus tenacillas, y lo devolvió al artista correspondiendo
su donaire con una ligera inclinación de cabeza. El funcionario continuó
realizando su tarea y Miguel volvió a ser de nuevo el artista soñador, el actor
tantas veces deseado en sueños nocturnos y en sueños diurnos:
“Alguna vez, también subió la farsa a palacios de
príncipes, altísimos señores, por humorada de sus dueños, y no fue allí menos
libre y despreocupada. Fue de todos y para todos –el arlequín giró levemente su
cabeza hacia el fondo del vagón por donde aún trabajaba el inspector, éste
levantó su mano y la agitó en el acto a modo de despedida, el bufón le lanzó un
beso con la mano izquierda correspondiendo así a la cortesía del funcionario;
inmediatamente después desapareció por la puerta que comunicaba con el
siguiente convoy-. Del pueblo recogió burlas y malicias y dichos sentenciosos,
de esa filosofía del pueblo, que siempre sufre, dulcificada por aquella
resignación de los humildes de entonces, que no lo esperaban todo de este mundo,
y por eso sabían reírse del mundo sin odio y sin amargura.
Una joven que había permanecido embobada frente a
él, tomó un pequeño sombrero que coronaba su linda testa y, después de
depositar en él una moneda, pasó por delante de todos aquellos espectadores
pidiendo una gratificación para el artista, mientras éste seguía representando
la mejor pieza teatral de don Jacinto Benavente:
“Ilustró después su plebeyo origen con noble
ejecutoria: Lope de Rueda, Shakespeare, Molière, como enamorados príncipes de
cuento de hadas, elevaron a Cenicienta al más alto trono de la Poesía y el Arte. No
presume de tan gloriosa estirpe esta farsa, que, por curiosidad de su espíritu
inquieto os presenta un poeta de ahora.
Una nueva parada: el actor vuelve a convertirse en
mimo, los viajeros de nuevo suben, de nuevo bajan, algunos se resisten a marchar;
hay quien se alza del asiento, mira el reloj y se vuelve a sentar. Un joven,
recién venido, con el cabello rapado e indumentaria nazi, se detiene ante el
arlequín y con gesto osco, a dos dedos de su rostro, le insulta: ¡mamarracho!
¡escoria! ¡maricón! El artista le sonríe y, al mismo tiempo, le rechaza con
gesto suave pero enérgico; el bruto alza sus brazos en un gesto bravucón y
amenazante; en aquel momento, dos hombres y una mujer se lanzan contra él y le
obligan a alejarse del actor. El muchacho pendenciero emprende la retirada y
marcha hasta el fondo del vagón, allí toma siento en uno de los últimos
lugares, saca su móvil e inicia una conversación acompañada de gestos bruscos y
autoritarios. La muchacha, que se había retirado a un rincón durante el
provocador incidente, armada de valor, reclama
nuevamente, sombrero en mano, una dádiva para el artista. Él mimo vuelve
a tomar vida como si nada hubiera pasado:
“Es una farsa guiñolesca , de asunto disparatado,
sin realidad alguna. Pronto veréis cómo cuanto en ella sucede no pudo suceder
nunca, que sus personajes no son ni semejan hombres y mujeres, sino muñecos o
fantoches de cartón y trapo, con groseros hilos, visibles a poca luz y al más
corto de vista. Son las mismas máscaras de aquella Comedia del Arte italiano,
no tan regocijadas como solían, porque han meditado mucho en tanto tiempo
–Miguel se desprendió por un instante del artista y se le escapó una fugaz
mirada, hacia el fondo del vagón: vio unos ojos plenos de odio y de rencor, y
unos dedos que llevados a la sien le decían que estaba loco. Loco, aquella
palabra le estremecía. Durante toda la mañana no había pensado en ella, pero
ahora le golpeaba el alma y le oprimía el corazón. Por un momento se le
escaparon dos lágrimas que sólo algunos pocos espectadores lograron ver. Su
mente dio un salto y volvió a escena-. Bien conoce el autor que tan primitivo
espectáculo no es el más digno de un culto auditorio de estos tiempos; así
pues, de vuestra cultura tanto como de vuestra bondad se ampara. El autor sólo pide que aniñéis cuanto sea posible
vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea; el Arte no se resigna a
envejecer, y por parecer niño finge balbuceos… Y he aquí como estos viejos
polichinelas pretenden hoy divertiros con sus niñerías.
Cuando el actor calló, se acercó la joven con su
sombrero para ofrecerle el resultado de su acto petitorio. “¿Cómo te llamas?”
Preguntó Miguel. “María”, respondió la joven. “Gracias María”. El payaso tomó
en aquel momento a la muchacha por la mano, la condujo lentamente, ante la
expectación del heterogéneo público, y la llevó hasta un asiento de la segunda
fila donde había una mujer emigrante con dos niños pequeños agarrados a su
falda y un bebé en el regazo, indicó con
un gesto amable y bondadoso que entregase la colecta a aquella mujer. María así
lo hizo. Inmediatamente, Miguel con sus palmas arrancó un fuerte aplauso de la
concurrencia dedicado a aquella generosa muchacha.
Aquel acto de generosidad coincidió con una nueva
parada. Se abrieron las puertas; con gran sorpresa para muchos, irrumpieron en
el vagón dos mozos de escuadra. El actor había quedado inmóvil, al igual que en
paradas anteriores. Al ver entrar a los policías hizo un intento de coger su
pequeña mochila que se hallaba en el suelo junto a la barra central, mas no le
dio tiempo. Un representante de la ley lo tomó por el brazo: “Hoy Crispín –le
dijo-; hace dos semanas de Hamlet ¿A quién interpretarás el próximo día que te
escapes? ¿Dónde darás tu representación? Convéncete, no eres actor, eres un
enfermo y debes volver al hospital para curarte.
Se cerraron las puertas y el tren arrancó. “¡Tira
de la palanca de emergencia!”, gritó el mozo que sujetaba a Miguel por el
brazo. “No, No –respondió su compañero-, esperaremos hasta la siguiente parada,
hasta el próximo pueblo, allí pediremos el coche a los municipales y lo
trasladaremos al psiquiátrico.
Miguel con un golpe seco se zafó del agente y dijo:
-Adelantaré aquí, señores, el final de esta obra,
porque también a mí me llega el final –acto seguido se puso a declamar ante la
doble expectación de aquellos compañeros de viaje que se habían convertido en
su público-: “…Y en ella visteis, como en las farsas de la vida, que a estos muñecos,
como a los humanos, muévenlos cordelillos groseros, que son los intereses,
las pasioncillas, los engaños y todas las miserias de su condición –el policía
quiso agarrarlo por el brazo de nuevo, mas él volvió a zafarse y éste a un
gesto de su compañero, lo dejó tranquilo; en aquel momento el actor se encaró
con él y, con una sonrisa irónica y gesto burlón, continuó-: tiran unos de sus
pies y los llevan a tristes andanzas; tiran otros de sus manos, que trabajan
con pena, luchan con rabia, hurtan con astucia, matan con violencia. Pero entre
todos ellos, desciende a veces del cielo al corazón un hilo sutil, como tejido
con la luz del sol y con luz de luna: el hilo del amor, que a los humanos, como
a esos muñecos que semejan humanos, les hace parecer divinos, y trae a nuestra
frente resplandores de aurora, y pone alas en nuestro corazón y nos dice que no
todo es farsa en la farsa, que hay algo divino en nuestra vida que es verdad y
es eterno, y no puede acabar cuando la farsa acaba.
El artista hizo una gran reverencia hacia su
público y éste le correspondió con un estruendoso aplauso. En ese instante el
“carrilet” entraba en la estación de Martorell. Los policías ya hartos de
aquella pantomima, lo agarraron por los brazos y lo empujaron hacia la puerta.
El actor se volvió por última vez hacia sus compañeros de viaje:
-Yo no puedo acabar cuando la farsa acaba. Sin
duda, mis sueños no pueden acabar, cuando la farsa acaba; menos aún ahora, y a
pesar de que estos servidores de la ley me arrastran y me roban libertad. Me
encerrarán en Sant Boi, una y otra vez, y otra, pero mis sueños, los sueños de
este soñador no acaban ahora, ni ahora ni nunca, ni cuando esté tras las rejas
de esa casa de salud que antes llamaban manicomio y ahora la llaman clínica
mental. No, no podrán acabar jamás con los sueños de este soñador.
Los dos mozos de escuadra lo alzaron en volandas
cogido por los brazos y bajaron con él del tren. Miguel vuelto el rostro hacia
dentro del vagón recibió un último aplauso de su público; en ese instante, rodaron
por sus mejillas sendas lágrimas silenciosas.
Hermoso y emotivo arlequin.¡¡¡preciosa interpretaciónde de un un loco!!!.Un bonito relato.
ResponderEliminarLo he vuelto a releer y todavía le encuentro mas valor al relato.Por crear una historia que muy bien podria haber ocurrido dado el entorno en que vivimos y por su toque a la generosidad y la intolerancia que incluye el relato.¡¡¡felicidades!!! y a seguir creando historias.
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