“¡Por
fin te encuentro María! No puedes imaginar lo mucho que me ha costado dar
contigo. Pero bueno, todo lo doy por bien empleado, porque al final aquí estoy,
a tu lado. ¡Hay que ver, cuánto ha cambiado este pueblo! Nada más llegar he ido
en busca de nuestra calle. La calle estaba en su sitio, pero ¡tan cambiada!,
casi no la reconocía, hasta le han puesto otro nombre; luego he intentado
encontrar mi vieja casa, después la tuya. Ni rastros de la una, ni de la otra.
¡Cuánto bloque de cemento! ¡Cuánto piso! He sentido ganas de llorar. Sólo han
conservado aquel viejo y hermoso palacete que estaba al final de la calle; lo
suyo costó al vecindario –según me ha relatado
una vecina- para que no lo echaran a tierra.
“Como te decía, me ha costado mucho
encontrarte. He preguntado por ti, a unos y a otros. Algunos me miraban de un
modo extraño, como quien mira a un loco “¿De qué casas habla usted? ¿Por quién
pregunta?” Como si les hablase de hace un siglo ¡Claro, de hace un siglo no,
pero han pasado tantos años! Alguna sonrisa maliciosa también he visto a mis
espaldas. Finalmente, un anciano, tan mayor como tú y como yo, que tomaba el
sol sentado en un banco cercano a donde vivíamos, me ha dado razón de tu hija mayor
¡Qué guapa es! Se parece a ti cuando tú eras una adolescente ¡Y qué amable y
simpática! Ella me ha puesto al corriente de muchas cosas de tu vida, también
de la suya. Ella me ha indicado, por fin, tu paradero.
“Te he traído este ramos de rosas rojas ¿Te
gustan? Sí, ya sé que te agradan, eran tus flores preferidas. Hasta recuerdo
que me leíste algunos versos, en los cuales loabas su color, su tacto, su
perfume… ¡Qué bellos eran tus poemas! Aún guardo uno que me dedicaste; lo sé
casi de memoria: “El brillo de tus ojos me seduce/ en ellos/ bebo el agua de la
vida/ cada día/ tu alegre mirada me estimula/ cada instante… Luego sigues
hablando de amor y de amistad ¿Qué fue lo nuestro, María? No, no me lo digas.
“Tiro esas flores marchitas y coloco en ese búcaro
las rosas ¿Te parece bien, verdad?
“María ¿Recuerdas aquella fría noche de
invierno, nuestra última noche, nuestros últimos juegos en el atrio de la
iglesia? Te pedí que me dieras un beso, un beso de despedida; tú dijiste: “No,
hoy no. Mañana cuando amanezca”. Al amanecer corrí a tu casa a buscarte, a
buscar aquel beso. Ya estaban todos despiertos y trajinando, preparando los
últimos detalles para el viaje. Entré en el comedor, allí estabas tú con un
camisón y sobre él una bata de lana, hacía mucho frío. Nos fundimos en un
abrazo, tú llorabas; tu madre nos separó enseguida. “¡Venga, venga, que no es
para tanto!” Aquel beso de amanecer, no me lo diste nunca. ¿Recuerdas aquella
despedida? Sí la recuerdas ¿verdad? Apenas si comenzaba a clarear el día, aún
había alguna estrella en el cielo y yo tiritaba de frío, de frío y de rabia
ante la puerta de tu casa. Mis padres habían decidido marcharse de este pueblo,
mi pueblo, también el tuyo ¡Cuánta suerte has tenido! No tuviste que emigrar. A
mi hermana y a mí sólo nos dijeron, tres días antes de partir, que marchábamos
a una gran ciudad; no nos dijeron siquiera que íbamos a otro país. “Vamos a una
ciudad para prosperar” nos decía mi padre ¡Qué ironía! ¡Qué risa me da! ¡A
prosperar! Fuimos de porteros a un viejo edificio ¡Qué salto en nuestra escala
social! ¿Verdad? Claro que luego, pasados algunos años, supe la verdadera razón
de nuestra huida, porque fue una huida. A partir de aquel momento, cuando supe
la verdad, todo me pareció diferente, hasta heroico lo he considerado alguna
vez; por otro lado, en aquel tiempo, cuando supe la verdad, mi fervor por ti ya
se había enfriado, aunque no olvidado, yo nunca te olvidé.
“Yo no quería marchar de aquí, de mi pueblo,
y menos entonces que era tan hermoso. Pero sobre todo no quería irme por ti;
eras mi mejor amiga y, tal vez, también fuiste mi primer amor; no lo sé, no me
hagas mucho caso… Estábamos allí, delante de tu puerta, porque tu padre le
prometió al mío que él nos llevaría en su vieja camioneta, aquel vehículo con
el cual tu padre se ganaba la vida. También tu madre se ofreció a servirnos el
desayuno antes de partir; entre ellos, entre tus padres y los míos, había una
amistad antigua y recia, y además eran vecinos de toda la vida.
“Yo sí, yo me acuerdo como si hubiese sido ayer. Teníamos apenas
catorce o quince años. Nos abrazamos llorando, nos prometimos en un susurro querernos
siempre y escribirnos muchas cartas. Yo cumplí mi promesa, al menos en lo que
se refiere a las cartas, te envié tal vez cinco, seis, siete… No lo sé, ya no lo
recuerdo. Han pasado muchos años… Pero tú me fallaste; ni a uno sólo de mis escritos respondiste. ¿O es
que acaso no llegaron a tus manos? Sí, seguramente no llegaron a tus manos. Tal
vez tu madre los leyó y no le gustó cuanto en ellos te decía.
“Sí, debió de ser
eso; a tu madre nunca le caí bien. Sí, sí, no me lo niegues, nunca le caí bien;
en cambio mi hermana era la niña de sus ojos, tal vez porque era la más pequeña
de la pandilla, tal vez porque era muy guapa y zalamera ¡Quién sabe!
“¿Recuerdas aquel
otro día, dos meses aproximadamente antes de nuestra partida? Estábamos en tu
cuarto, con la puerta cerrada. Nos hacíamos
confidencias; hablábamos de nuestros amigos, de nuestras amigas, los
criticábamos y nos preguntábamos quién nos gustaba más de todos ellos. Tú
dijiste que no sentías preferencia por ningún amigo, ni amiga, que nadie te
atraía especialmente. “Bueno sí –corregiste enseguida-, a ti te quiero de una
manera especial”; entonces yo tomé tus manos. En ese momento tu madre abrió la
puerta y comenzó a gritar: “¡Qué hacéis
aquí con la puerta cerrada!” “Nada” Respondiste tú con un hilo de voz. “¡Fuera,
fuera de esta casa!” Me gritó. Y aún la oí decir a mis espaldas: “¡Qué ganas
tengo que te vayas de una vez!” No supe qué quería decir con aquella frase; mis
padres no me habían hablado aún de nuestra marcha, pero ella ya lo sabía.
“Perdona este
silencio prolongado María, perdona; pero es mucho cuanto quiero contarte y se
me agolpan las ideas en la mente. ¡Son tantos años de ausencia!
“De ti, ya sé casi
todo: tu hija, como te he dicho antes, me ha puesto al corriente. Espero no
obstante que después me expliques también tú aquellos asuntos, aquellos
sentimientos, aquellos hechos que sólo son tuyos, que sólo tú conoces, y que,
como en aquellos viejos tiempos de nuestra adolescencia, “avoques –en mí- el
zurrón de tus secretos” como tú me decías en aquella época.
“Nuestra huida fue
terrible, María. Salimos de aquí, de nuestro pueblo, como tú nos viste partir: mi
madre y Lidia, la pequeña, iban en la cabina con tu padre; mi padre y yo, nos
acomodamos en la caja de la camioneta recostados en los dos o tres fardos que
llevábamos de equipaje. Los muebles se vendieron muy pocos, además todo se hizo
casi en secreto, nadie debía enterarse de nuestra marcha, los que no se
vendieron quedaron para vosotros como compensación del traslado que tu padre no
quiso cobrar.
“Después de muchas
horas de traqueteo -¡Qué carreteras aquellas!- y cansancio llegamos a una masía
cercana a la frontera, allí nos dejó tu padre. En aquella casa pasamos la noche.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, partieron mi padre y mi hermana –sólo
podían ir dos, más era muy peligroso-, los acompañaba un hombre rudo y adusto,
tendría unos cuarenta años, era el guía. Por lo visto se ganaba la vida de
aquella manera y, según supe después, también lo hacía porque era “rojo” como
mi padre. Sólo se arriesgaba con gente republicana.
“Volvió el hombre
al cabo de cinco o seis días; mientras tanto mi madre y yo permanecimos en una
habitación, medio a oscuras, sólo entraba una mujer para traernos algo de
comer. Ni siquiera salíamos para hacer nuestras necesidades, nos dejaron allí
una bacinilla y con eso nos apañábamos. Una tarde nos advirtieron que nos preparásemos
para marchar a la madrugada siguiente.
“Aquella travesía
ha sido uno de los episodios más dramáticos de mi vida: pasamos hambre, mucha
hambre, pasamos frío, mucho frío, pero sobre todo pasamos miedo, muchísimo
miedo. Nos costó cuatro días completos atravesar los Pirineos. Anduvimos por vericuetos donde la nieve nos cubría hasta
las rodillas. La primera jornada al anochecer, el guía nos llevó a una cueva. Fuera
nevaba. Nos acurrucamos mi madre y yo en un jergón viejo que había allí, el hombre
nos cubrió con una manta: no dormimos en toda la noche. Él, a nuestro lado,
roncaba. A la madrugada siguiente, antes de romper el alba, iniciamos de nuevo
la andadura. Volvió a nevar aquella mañana. De vez en vez, el hombre nos
advertía que no hiciéramos ruido, que no hablásemos: “Si nos cogen iremos los
tres a la cárcel”.
“Por fin llegamos
a una vieja casa de campo, los dueños eran unos labriegos franceses y con ellos
encontramos al resto de la familia. Abrazamos a mi padre y a mi hermana, con
ellos hicimos una piña, y lloramos los cuatro, sí, sí, también lloró mi padre.
“A los quince días
estábamos ya en una gran ciudad, en Marsella. Allí, unos amigos de mi padre,
-“rojos” como él, según supe después-, nos colocaron en una portería. Mis
padres trabajaban los dos: atendían a los vecinos, a las visitas, barrían y
fregaban la escalera; se ganaban de veras el escaso sueldo que les daban. A mí
me emplearon en una jardinería: aprendí a hacer ramos, coronas, hice recados y,
por supuesto, limpiaba el local y barría la calle. A mi hermana le buscaron una
escuela pública; fue la que más suerte tuvo: pudo estudiar, cursó la carrera de
periodismo y, hoy, vive jubilada con una buena pensión.
“Permanecí cinco
años trabajando las flores; al final les tomé cariño, llegó a gustarme aquel
oficio. Por otro lado, mis jefes me trataban bien. Yo cumplía con mis
obligaciones y ellos me pagaban puntualmente.
“María, perdona de
nuevo por este prolongado silencio, pero es que no sé si entenderás lo que
ahora te quiero explicar; no te escandalices, ni nada me reproches;
además, estoy convencida que si yo no
hubiese marchado de aquí, tú y yo hubiéramos procedido de igual manera que lo
hicimos nosotras: Eva y yo. Lo leí muchas veces en tus ojos y tus poemas lo
decían: estabas enamorada de mí, como yo de ti. Por tanto, escúchame:
“A los veinte años
conocí a una joven francesa cinco años mayor que yo; la conocí en un centro
cultural donde se reunían exiliados españoles. Fue mi padre el que me invitó a
asistir a una conferencia sobre “Españoles en el exilio”, la impartía Santiago
Carrillo. Eva era su secretaria en aquella época.
“Durante toda la
conferencia no le quité ojo de encima. De lo que dijo Carrillo, ni me enteré.
Ella, que estaba situada en un extremo de la mesa del conferenciante, también
se fijó en mí, yo me hallaba en la tercera fila, junto a mi padre. Cuando
concluyó el coloquio vino a buscarme sin ningún disimulo. Se interesó por mí,
por mi trabajo, por mi familia, por mis proyectos de futuro. De inmediato se ofreció
para buscarme un trabajo mejor remunerado en París; ella vivía en esa gran
ciudad y trabajaba para Carrillo. Ocupaba una buhardilla que podía compartir
conmigo. Antes de los quince días tomé el tren para la capital de Francia.
Cuando llegué a la “Gar du Nord” , allí estaba ella. Nos abrazamos, nos
besamos, como nunca había besado a ninguna otra mujer.
“Con Eva he vivido
los veinte mejores años de mi vida. Sólo tuve una pena muy grande durante tan
largo tiempo: nunca me atreví a presentársela a mis padres como mi compañera
sentimental, como mi amante, como mi amada. Pero nosotras éramos felices.
“No te enfades,
María. Tal vez he supuesto algo que no debería; tal vez por tu parte sólo fue
un error de juventud. Mas yo te quería tanto, estaba tan enamorada de ti, que
siempre pensé que nuestro amor era recíproco.
“Bueno, tengo que
marchar. Volveré mañana y espero que entonces seas tú quién vuelque en mí “el
zurrón de tus secretos”.
“María, no me
gusta esta foto que han puesto en tu lápida, estás muy seria, muy desmejorada ¡Con lo guapa y risueña que tú eras!
Le diré a tu hija que la cambie.
SEUDÓNIMO: UN BESO
AL AMANECER