lunes, 18 de marzo de 2013

MI MADRE QUERÍA VER EL MAR


                                                                                                       PRIMER PREMIO
                                                                                                        IMSERSO - 2009

                             

            Mi madre tenía sesenta y cinco años y toda su vida había transcurrido en su pueblo, mi pueblo. Una población de apenas doscientas cincuenta casas, otras tantas familias y un censo aproximado de novecientos habitantes. Eso sí, era una villa donde no faltaba nada: había una iglesia gótica muy bonita –decían que era del siglo XIV-, con un retablo barroco bien conservado, lo mismo que la iglesia. Por allí, al ser un pueblo pequeño, no había pasado la guerra con sus estragos de muerte. Había dos escuelas, una para niños y otra para niñas. También tenía el pueblo su ayuntamiento, con su alcalde y sus concejales. Junto al ayuntamiento estaba el dispensario, donde una vez a la semana pasaba visita un medico, venido de un municipio vecino que era cabeza de partido. Y cómo no, en el centro, tenía el pueblo una plaza mayor con su fuente pública de donde todos lo aldeanos tomaban agua para el consumo; en él no hubo agua corriente en las casas hasta hace apenas diez años.
            Mi pueblo es de La Mancha. Mi pueblo, su pueblo, estaba situado, está –lo poco que resta de él- en un recodo del río Júcar. Allí, ha descansado siempre; allí, ha dormitado desde tiempos pretéritos; sí allí  ha dormitado porque en mi aldea nunca pasaba nada. Apenas en dos o tres fechas al año se oía música por las calles. Además las gentes eran y son pacíficas. Yo no recuerdo que hubiese peleas ni algaradas por las calles. Eso sí, cuando yo era pequeño, alguna vez oí hablar a mis padres de una tragedia acaecida en las calles de aquel villorrio, cuando ellos eran unos niños. Nunca supe qué ocurrió, de chico no me lo quisieron decir y más tarde dejó de interesarme.
En mi pueblo, desde siempre, sus habitantes han vivido de la agricultura: un poco de lo cultivado en los huertos que había en la ribera y otro tanto de los campos de arriba, del secano. También había dos pastores con sus respectivos rebaños de ovejas.
En este entorno, ligeramente descrito, vivió mi madre sus sesenta y cinco años. Solamente había  abandonado aquellas calles empedradas en contadas ocasiones: Dos veces se trasladó, con mi padre, a la capital de provincia en busca de remedio para la enfermedad de él. Más tarde, pasado ya algunos años, en otras tres o cuatro ocasiones volvió a la capital, a mi casa; una vez fue con ocasión del nacimiento de mi hijo y las otras para celebrar las fiestas de Navidad.

Entre todos los habitantes de mi pueblo, sólo el señor maestro había visto el mar. A veces, cuando nos enseñaba geografía, nos hablaba de los océanos. Lo hacía con tanto realismo, con tanto entusiasmo, poniéndole incluso un punto de emoción en sus palabras, que allí nos tenía a todos los alumnos embelesados. Al llegar a casa, muchos días, mi madre me preguntaba qué habíamos hecho en clase. Una tarde en la cual el profesor nos había explicado cómo era el mar, yo intentaba repetir torpemente todo aquello que mi maestro nos había transmitido. Yo le hablaba a mi madre de una masa inmensa de agua siempre en movimiento. Recuerdo que un día le dije: “Cuando este verano subamos a la llanura y veamos los grandes bancales sembrados de trigo, unos junto a otros, perdiéndose en el horizonte, eso será el mar. Pero tendrás que cerrar los ojos y pintar las espigas de verde o azul. Y si tenemos la suerte  de que el viento meza ligeramente la mies, tendremos un mar rizado”.
Mi madre me miraba con ojos chispeantes de emoción y me decía:
-Hijo, prométeme que cuando seas mayor me llevarás a ver el mar.
-Sí madre, te lo prometo –entonces ella me comía  a besos.

Pasaron los años, crecí, me hice hombre. Y tuve la suerte que en el sorteo militar, me correspondió en destino Palma de Mallorca.
Cada permiso, cuando regresaba a casa, era una fiesta. Mi madre me hacía sentar junto a ella; si era verano en el patio de casa, bajo la parra; si era invierno, junto a la lumbre. Y allí, me tomaba las manos, y me pedía que le hablara del mar: de su color, de su olor, de su sabor, de su calma y de su tempestad, de los barcos que navegaban por él,  de si se veían los peces, de las caracolas…
Siempre acabábamos aquellas prolongadas conversaciones, con lo mismo: ella pidiéndome que un día la llevara a ver el mar, y yo prometiéndole que lo haría.

Pasaron los años, me marché del pueblo en busca de un futuro mejor del que me espera en aquel viejo caserío, en el que se había convertido aquella villa. Me casé. Tuve un hijo. Mi madre se iba haciendo mayor y yo sin poder cumplir la promesa. Cuando la visitaba, cada vez que miraba sus ojos veía en ellos la espuma derramada por las olas en la arena y un halo de inmensa tristeza.
Ya no pedía que le hablara del mar, tampoco me recordaba aquella promesa que tantas veces le había hecho. Sabía que mi sueldo no era muy alto, que debía mantener una familia, que me había comprado un piso y estaba por pagar, además tenía un viejo coche que también debía.

Un día le expliqué a un amigo el pesar que arruinaba mi alegría, la angustia que cercaba mi corazón, las lágrimas que tantas y tantas veces había derramado en silencio por no poder cumplir mi promesa. El dolor brotaba de mis entrañas al pensar que ella  podía morir y marcharía sin haber cumplido su deseo y yo sin haber realizado mi promesa.
Este amigo me habló del IMSERSO. Era algo nuevo, apenas hacía un par de años que lo habían fundado. También me explicó la gran labor social que este organismo estaba realizando con las personas mayores. Me dijo que en su pueblo eran muchas las personas -entre ellas sus padres-, que nunca habían salido de viaje hasta que gracias al IMSERSO lo hicieron. “Los viajes son perfectos: los llevan, los traen, les acompañan a todas partes. Tienen monitores o monitoras que cuidan de ellos, que los orientan. Tienen médicos, practicantes. Están totalmente asistidos en todo momento. Y además, los precios de los viajes son muy baratos. Si no fuese así, mis padres no podrían ir. Y este año ya han vuelto a solicitar otro viaje.”
Mi amigo me orientó, me ayudó, me acompañó a la oficina de Bienestar Social Provincial,  donde pude realizar los trámites necesarios para que mi madre pudiera viajar con el IMSERSO y así ver cumplida la ilusión de su vida.
Un día me presenté en su casa con el billete del viaje. Me había puesto de acuerdo con mi amigo Andrés e hicimos que mi madre pudiera viajar con los suyos a Palma de Mallorca. Yo hice un pequeño esfuerzo económico y le ofrecí aquel obsequio. Cuando abrió el sobre y torpemente leyó el contenido, no acababa de creérselo. No dijo nada, sólo me abrazó y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Cuando volvió del viaje fui a verla. Me abrazó, me hizo sentar bajo el emparrado del patio, junto a ella, y me tomó las manos. Sus ojos centelleaban de felicidad. Hablaba y hablaba emocionada. Todo era más bello, más hermoso, de lo que ella nunca se había imaginado. De vez en vez guardaba silencio, su mirada se colgaba en los pámpanos de aquel frondoso árbol que nos cobijaba  y en ella veía yo un remanso de paz, de satisfacción, de  placidez. Y yo me sentía feliz, muy feliz.
A los pocos meses murió. Yo lloré de alegría, porque sabía que había muerto feliz.
Ahora, transcurridos ya muchos años, cuando yo viajo cada dos años a Mallorca con el IMSERSO, me siento en un banco del paseo que va de Can Pastilla a Palma, contemplo el mar y me acuerdo de ella. Allí lloro, allí rezo, allí miro el azul del cielo, el azul del mar. También callo mientras las horas pasan y mi alma queda quieta y serena ante el rumor de las olas.  


                                                                                  









































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