PRIMER PREMIO
IMSERSO - 2009
Mi madre tenía sesenta y cinco
años y toda su vida había transcurrido en su pueblo, mi pueblo. Una población
de apenas doscientas cincuenta casas, otras tantas familias y un censo
aproximado de novecientos habitantes. Eso sí, era una villa donde no faltaba
nada: había una iglesia gótica muy bonita –decían que era del siglo XIV-, con
un retablo barroco bien conservado, lo mismo que la iglesia. Por allí, al ser
un pueblo pequeño, no había pasado la guerra con sus estragos de muerte. Había
dos escuelas, una para niños y otra para niñas. También tenía el pueblo su
ayuntamiento, con su alcalde y sus concejales. Junto al ayuntamiento estaba el
dispensario, donde una vez a la semana pasaba visita un medico, venido de un
municipio vecino que era cabeza de partido. Y cómo no, en el centro, tenía el
pueblo una plaza mayor con su fuente pública de donde todos lo aldeanos tomaban
agua para el consumo; en él no hubo agua corriente en las casas hasta hace
apenas diez años.
Mi pueblo es de La Mancha. Mi pueblo, su pueblo,
estaba situado, está –lo poco que resta de él- en un recodo del río Júcar.
Allí, ha descansado siempre; allí, ha dormitado desde tiempos pretéritos; sí
allí ha dormitado porque en mi aldea
nunca pasaba nada. Apenas en dos o tres fechas al año se oía música por las
calles. Además las gentes eran y son pacíficas. Yo no recuerdo que hubiese
peleas ni algaradas por las calles. Eso sí, cuando yo era pequeño, alguna vez
oí hablar a mis padres de una tragedia acaecida en las calles de aquel villorrio,
cuando ellos eran unos niños. Nunca supe qué ocurrió, de chico no me lo
quisieron decir y más tarde dejó de interesarme.
En mi pueblo, desde siempre, sus habitantes han
vivido de la agricultura: un poco de lo cultivado en los huertos que había en
la ribera y otro tanto de los campos de arriba, del secano. También había dos
pastores con sus respectivos rebaños de ovejas.
En este entorno, ligeramente descrito, vivió mi
madre sus sesenta y cinco años. Solamente había
abandonado aquellas calles empedradas en contadas ocasiones: Dos veces
se trasladó, con mi padre, a la capital de provincia en busca de remedio para
la enfermedad de él. Más tarde, pasado ya algunos años, en otras tres o cuatro
ocasiones volvió a la capital, a mi casa; una vez fue con ocasión del
nacimiento de mi hijo y las otras para celebrar las fiestas de Navidad.
Entre todos los habitantes de mi pueblo, sólo el
señor maestro había visto el mar. A veces, cuando nos enseñaba geografía, nos
hablaba de los océanos. Lo hacía con tanto realismo, con tanto entusiasmo,
poniéndole incluso un punto de emoción en sus palabras, que allí nos tenía a
todos los alumnos embelesados. Al llegar a casa, muchos días, mi madre me
preguntaba qué habíamos hecho en clase. Una tarde en la cual el profesor nos
había explicado cómo era el mar, yo intentaba repetir torpemente todo aquello
que mi maestro nos había transmitido. Yo le hablaba a mi madre de una masa
inmensa de agua siempre en movimiento. Recuerdo que un día le dije: “Cuando este
verano subamos a la llanura y veamos los grandes bancales sembrados de trigo,
unos junto a otros, perdiéndose en el horizonte, eso será el mar. Pero tendrás
que cerrar los ojos y pintar las espigas de verde o azul. Y si tenemos la
suerte de que el viento meza ligeramente
la mies, tendremos un mar rizado”.
Mi madre me miraba con ojos chispeantes de emoción
y me decía:
-Hijo, prométeme que cuando seas mayor me llevarás
a ver el mar.
-Sí madre, te lo prometo –entonces ella me
comía a besos.
Pasaron los años, crecí, me hice hombre. Y tuve la
suerte que en el sorteo militar, me correspondió en destino Palma de Mallorca.
Cada permiso, cuando regresaba a casa, era una
fiesta. Mi madre me hacía sentar junto a ella; si era verano en el patio de
casa, bajo la parra; si era invierno, junto a la lumbre. Y allí, me tomaba las
manos, y me pedía que le hablara del mar: de su color, de su olor, de su sabor,
de su calma y de su tempestad, de los barcos que navegaban por él, de si se veían los peces, de las caracolas…
Siempre acabábamos aquellas prolongadas
conversaciones, con lo mismo: ella pidiéndome que un día la llevara a ver el
mar, y yo prometiéndole que lo haría.
Pasaron los años, me marché del pueblo en busca de
un futuro mejor del que me espera en aquel viejo caserío, en el que se había convertido
aquella villa. Me casé. Tuve un hijo. Mi madre se iba haciendo mayor y yo sin
poder cumplir la promesa. Cuando la visitaba, cada vez que miraba sus ojos veía
en ellos la espuma derramada por las olas en la arena y un halo de inmensa
tristeza.
Ya no pedía que le hablara del mar, tampoco me
recordaba aquella promesa que tantas veces le había hecho. Sabía que mi sueldo
no era muy alto, que debía mantener una familia, que me había comprado un piso
y estaba por pagar, además tenía un viejo coche que también debía.
Un día le expliqué a un amigo el pesar que
arruinaba mi alegría, la angustia que cercaba mi corazón, las lágrimas que
tantas y tantas veces había derramado en silencio por no poder cumplir mi
promesa. El dolor brotaba de mis entrañas al pensar que ella podía morir y marcharía sin haber cumplido su
deseo y yo sin haber realizado mi promesa.
Este amigo me habló del IMSERSO. Era algo nuevo,
apenas hacía un par de años que lo habían fundado. También me explicó la gran
labor social que este organismo estaba realizando con las personas mayores. Me
dijo que en su pueblo eran muchas las personas -entre ellas sus padres-, que
nunca habían salido de viaje hasta que gracias al IMSERSO lo hicieron. “Los
viajes son perfectos: los llevan, los traen, les acompañan a todas partes.
Tienen monitores o monitoras que cuidan de ellos, que los orientan. Tienen
médicos, practicantes. Están totalmente asistidos en todo momento. Y además,
los precios de los viajes son muy baratos. Si no fuese así, mis padres no podrían
ir. Y este año ya han vuelto a solicitar otro viaje.”
Mi amigo me orientó, me ayudó, me acompañó a la
oficina de Bienestar Social Provincial, donde pude realizar los trámites necesarios
para que mi madre pudiera viajar con el IMSERSO y así ver cumplida la ilusión
de su vida.
Un día me presenté en su casa con el billete del
viaje. Me había puesto de acuerdo con mi amigo Andrés e hicimos que mi madre
pudiera viajar con los suyos a Palma de Mallorca. Yo hice un pequeño esfuerzo
económico y le ofrecí aquel obsequio. Cuando abrió el sobre y torpemente leyó
el contenido, no acababa de creérselo. No dijo nada, sólo me abrazó y sus ojos
se llenaron de lágrimas.
Cuando volvió del viaje fui a verla. Me abrazó, me
hizo sentar bajo el emparrado del patio, junto a ella, y me tomó las manos. Sus
ojos centelleaban de felicidad. Hablaba y hablaba emocionada. Todo era más
bello, más hermoso, de lo que ella nunca se había imaginado. De vez en vez
guardaba silencio, su mirada se colgaba en los pámpanos de aquel frondoso árbol
que nos cobijaba y en ella veía yo un
remanso de paz, de satisfacción, de placidez.
Y yo me sentía feliz, muy feliz.
A los pocos meses murió. Yo lloré de alegría,
porque sabía que había muerto feliz.
Ahora, transcurridos ya muchos años, cuando yo viajo
cada dos años a Mallorca con el IMSERSO, me siento en un banco del paseo que va
de Can Pastilla a Palma, contemplo el mar y me acuerdo de ella. Allí lloro,
allí rezo, allí miro el azul del cielo, el azul del mar. También callo mientras
las horas pasan y mi alma queda quieta y serena ante el rumor de las olas.
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