miércoles, 13 de marzo de 2013

LA JACA TORDA


                                       

             Partimos de nuestra ciudad ya entrada la noche, me costó dormir. María, mi esposa, a mi lado, con los ojos cerrados intentaba descansar. En aquellas primeras horas, mientras el autocar se deslizaba veloz por la autopista, aparecían y desaparecían luces y oscuras sombras como estrellas fugaces en el cielo. Mi corazón latía suavemente acelerado, mi mente no paraba de pensar: ¿Contendría mis emociones? ¿Cómo me sentiría al pisar, después de tantos años, aquella tierra mía? ¿Estaría aún en pie la casa donde nací? ¿Y mis paisanos? ¿Conocería aún a mis viejos amigos de la infancia?
            Al fin el cansancio me venció. Soñé: Me vi vestido con una infantil sotana azul celeste montado en la jaca blanca del señor cura; junto a mí, agarrado a mi cintura, Andrés; mi mejor amigo de aquellos viejos tiempos. El animal galopaba veloz, nuestros cabellos se agitaban al viento y nuestros vestidos se inflaron como globos. Fustigábamos al animal para que éste corriese más y más. Los paisanos se apartaban a nuestro paso  y, en medio de nuestra locura, hacíamos subir y bajar a la yegua por escaleras, saltar de un huerto a otro salvando desniveles. Los dos diablos reíamos con estruendosas carcajada, de pronto apareció frente a nosotros don Cebrián, el párroco. Don Cebrián levantó un brazo enorme y, al descargarlo sobre mi rostro el animal se espantó y se despeñó por un precipicio…
            Me desperté asustado, jadeando. Estaba completamente empapado en un sudor frio. Recordé entonces con pavor,  algunas de las travesuras que en nuestros tiempos de monaguillos habíamos hecho montados en una jaca propiedad del sacerdote. Recordé también otras tantas diabluras,  casi siempre hechas en compañía de Andrés.
            Ha amanecido y el paisaje ya comienza a ser familiar: Los primeros rayos doran estos campos viejos y resecos, donde apenas algún que otro árbol perdido en la llanura y alguna casa de campo ponen sobre esta tierra ocre una pincelada de belleza.
            De pronto perdemos de vista el árido paisaje y descendemos por una sinuosa carretera. Ya aparece el pueblo como un retazo blanco en medio de una ladera verde. El corazón se me acelera. Allá, más al fondo, como un pequeño mar de quietas aguas, se nos muestra el pantano. En él se refleja, como en un gran espejo, el tajo de enormes riscos siempre apunto de  precipitarse sobre las aguas. También se miran en él los más altos edificio del pueblo y sobre todos ellos la esbelta torre basilical ¡Cuánta emoción!
            El auto se detiene en la plaza mayor. Se abre la puerta, salto, me precipito sobre el suelo, beso la tierra. Alzo la cabeza: allá, bajo el olmo hay un grupo de paisanos. Me dirijo hacia ellos, uno se levanta, viene hacia mí, alza sus brazos y me estrecha contra su pecho:
            -¡Miguel, Miguel, Miguel!
            -¡Andrés, Andrés, Andrés!
            -¡Cuánto tiempo, Miguel! ¿Te acuerdas de la jaca torda?
           
- - - - - - - - - - - - -

No hay comentarios:

Publicar un comentario