Partimos de nuestra ciudad ya entrada la noche,
me costó dormir. María, mi esposa, a mi lado, con los ojos cerrados intentaba
descansar. En aquellas primeras horas, mientras el autocar se deslizaba veloz
por la autopista, aparecían y desaparecían luces y oscuras sombras como
estrellas fugaces en el cielo. Mi corazón latía suavemente acelerado, mi mente
no paraba de pensar: ¿Contendría mis emociones? ¿Cómo me sentiría al pisar,
después de tantos años, aquella tierra mía? ¿Estaría aún en pie la casa donde
nací? ¿Y mis paisanos? ¿Conocería aún a mis viejos amigos de la infancia?
Al fin el cansancio me venció. Soñé:
Me vi vestido con una infantil sotana azul celeste montado en la jaca blanca
del señor cura; junto a mí, agarrado a mi cintura, Andrés; mi mejor amigo de
aquellos viejos tiempos. El animal galopaba veloz, nuestros cabellos se
agitaban al viento y nuestros vestidos se inflaron como globos. Fustigábamos al
animal para que éste corriese más y más. Los paisanos se apartaban a nuestro
paso y, en medio de nuestra locura,
hacíamos subir y bajar a la yegua por escaleras, saltar de un huerto a otro
salvando desniveles. Los dos diablos reíamos con estruendosas carcajada, de
pronto apareció frente a nosotros don Cebrián, el párroco. Don Cebrián levantó
un brazo enorme y, al descargarlo sobre mi rostro el animal se espantó y se despeñó
por un precipicio…
Me desperté asustado, jadeando.
Estaba completamente empapado en un sudor frio. Recordé entonces con
pavor, algunas de las travesuras que en
nuestros tiempos de monaguillos habíamos hecho montados en una jaca propiedad
del sacerdote. Recordé también otras tantas diabluras, casi siempre hechas en compañía de Andrés.
Ha amanecido y el paisaje ya
comienza a ser familiar: Los primeros rayos doran estos campos viejos y
resecos, donde apenas algún que otro árbol perdido en la llanura y alguna casa
de campo ponen sobre esta tierra ocre una pincelada de belleza.
De pronto
perdemos de vista el árido paisaje y descendemos por una sinuosa carretera. Ya
aparece el pueblo como un retazo blanco en medio de una ladera verde. El
corazón se me acelera. Allá, más al fondo, como un pequeño mar de quietas aguas,
se nos muestra el pantano. En él se refleja, como en un gran espejo, el tajo de
enormes riscos siempre apunto de
precipitarse sobre las aguas. También se miran en él los más altos
edificio del pueblo y sobre todos ellos la esbelta torre basilical ¡Cuánta
emoción!
El auto se detiene en la plaza
mayor. Se abre la puerta, salto, me precipito sobre el suelo, beso la tierra.
Alzo la cabeza: allá, bajo el olmo hay un grupo de paisanos. Me dirijo hacia
ellos, uno se levanta, viene hacia mí, alza sus brazos y me estrecha contra su
pecho:
-¡Miguel, Miguel, Miguel!
-¡Andrés, Andrés, Andrés!
-¡Cuánto tiempo, Miguel! ¿Te
acuerdas de la jaca torda?
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