Pablo caminaba despacio,
pero con paso firme. Llegó él hasta la puerta del colegio “Santiago Ramón y
Cajal” donde estudiaba su nieto. Allí, delante de la escuela, había una plaza
con una fuente redonda en el centro, en torno a ella media docena de bancos y
cuatro moreras viejas y frondosas. Pablo se sentó en un banco a la sombra y
esperó. Había llegado, como cada día, un cuarto de hora antes de que saliese el
niño del colegio. Prefería esperar a correr el riesgo de que Javier concluyera
sus clases y él no estuviera allí.
Se abrieron las puertas de
la escuela y por ella apareció un torrente de niños gritando unos, cantando
otros y alborotando todos. A Pablo le gustaba contemplar aquella marabunta
infantil cargada de energía y buena salud: pura vida.
Javier corrió a los brazos
abiertos del abuelo, él lo estrechó contra su corazón, lo alzó unos centímetros
del suelo, lo besó en la frente, y enseguida lo volvió a dejar en tierra.
-Abuelo ¿Vamos a ver las
olas?
-Como tú quieras hijo
–respondió Pablo, al tiempo que le mostraba un pequeño bocadillo sacado de su
bolso.
-No, no. Ahora no, luego
cuando estemos sentados en aquel banco frete al mar.
-De acuerdo, como tú
quieras –y guardó la merienda nuevamente en el bolso.
-¿Qué historia me vas a contar
hoy?
-La que a ti más te guste.
-¿Por qué no me explicas
aquel viaje del que hablabas ayer con la abuela María?
-¿Cuál? No recuerdo sobre
qué hablaba ayer con la abuela.
-Sí, hablabais de cuando
tú viniste a Cataluña por primera vez.
-Ya, ya recuerdo. Fue mi
primer viaje en tren, cuando apenas tenía yo tu edad; sí recuerdo, apenas tenía
diez años, sí, sí… -y el abuelo se sumergió allá donde los viejos guardan sus empolvados
recuerdos.
Nieto y abuelo llegaron a
mitad del paseo que corría junto al mar. Se sentaron en un banco, donde muchas
tardes ambos tomaban asiento: Allí, unas veces era el abuelo quien contaba
historias al nieto; otras era el nieto quien explicaba cómo había ido el
colegio aquel día, o le relatada pequeñas anécdotas sobre sus vivencias con los
compañeros o compañeras de clase. También a ratos ambos callaban y sus miradas
se perdían sobre las olas, o alzaban la vista al cielo y gozaban de la arrebolada
que les ofrecía el atardecer.
-Abuelo, dame el bocadillo
y comienza ya a contarme la historia.
-¿Seguro que quieres
escuchar ese cuento?
-Abuelo, no es un cuento, es
una historia. Y sí, quiero –respondió Javier muy serio, luego hizo una breve
pausa y agregó-. Además creo que debe ser divertida: os vi y oí reír a los dos
mientras hablabais de aventuras en un tren.
-Pues muy bien, ahí va:
“Cuando yo era así de
pequeño como tú…
-Yo, ya no soy pequeño
–protestó Javier-, tengo diez años.
-Sí es cierto. Hoy los
niños a esta edad sois mayores.
-Bueno, bueno. Quieres
comenzar de una vez.
-Sí, sí, impaciente. Ya
voy:
“Cuando yo era pequeño,
vivía en un pueblo chiquito de apenas doscientas cincuenta casas, habitadas por
otras tantas familias; en total vivíamos en aquel villorrio unas novecientas
personas, entre chicos y grandes.
“En mi pueblo, entonces,
sus habitantes vivían de la agricultura: un poco de lo cultivado en los huertos
que había junto al río y otro tanto de los campos de arriba, del secano.
“Un mal día, las aguas del
río inundaron las huertas: habían construido un pantano, y las gentes
comenzaron a emigrar –Pablo hizo una pausa y preguntó al niño- ¿Sabes qué
quiere decir emigrar?
-¡Abuelo! Que en mi clase
hay varios emigrantes –respondió molesto
por la duda del anciano-. Hace ya tiempo que la señorita nos habló sobre los
emigrantes. Hasta un día nos mandó hacer un dibujo cuyo tema a desarrollar
debía ser la emigración.
-Perdona chico, ya te he
dicho que ahora vosotros sabéis mucho.
-Venga, venga, continúa.
-Pues bien, mi padre, tu
bisabuelo…
-¿Mi bisabuelo? –preguntó
extrañado Javier.
-¡Mira por donde, ahora va
a resultar que no sabes tanto como yo creía! Sí hijo, sí. Mi padre era tu
bisabuelo y mi madre tu bisabuela.
-Si seguimos así, esta
tarde no terminas la historia.
-Alto ahí, amigo mío. Esta
interrupción ha sido tuya, no mía.
-Por favor, continúa.
-Mi padre, tu bisabuelo
–dijo el anciano con retintín, mientras en el rostro del niño se dibujaba una
sonrisa-, vino a Barcelona en busca de trabajo, mientras mi madre, tu bisabuela
–cruzaron nuevas sonrisas plenas de complicidad- quedaba en el pueblo con sus
hijos, todos pequeños. El mayor era yo con diez años, como ya te he dicho,
luego venía la tía Luisa, la que vive en Sabadell, con siete, y el más pequeño,
Andrés, con cuatro; a ese no lo has conocido tú. Murió joven, pero esa es otra
historia.
-¿Otro
día me la contarás?
-Sí hombre sí, otra tarde
te la contaré –continúo-: Cuando mi padre encontró trabajo, alquiló un pequeño
piso y nos mandó venir. Él no pudo ir a buscarnos, hacía pocos meses que trabajaba
en una obra, de peón de albañil. Además, no estaba asegurado, estaba en
situación irregular.
-¡Como los emigrantes de ahora! –exclamó el niño
espontáneamente.
-Más o menos, de eso hablaremos otra tarde. Ahora
continuemos con el relato:
“Debido a sus condiciones laborales, no se atrevió
a pedir unos días libres para ir a por nosotros. Tenía miedo a ser despedido
del trabajo. Así que mi madre, con ayuda de una prima, se encargó de preparar
todo el equipaje, aunque no era mucho.
“En aquellos días de
preparativos, yo siempre estaba con ellas intentando ayudar en lo que podía.
Una tarde oí a mi madre gimotear, y Juana, su prima, le decía: “No, no pienses
eso, Marta” Ella le respondía: “Me lo ha dicho Antonio en una carta. Sí, sí, dice
que a muchos cuando llegan a la estación de Barcelona los coge la policía, los
mete al calabozo y, al día siguiente, los envían de nuevo a su tierra. Dicen
que ya hay demasiada gente en Cataluña. También me tranquiliza, me dice que
todo irá bien. Ha conocido a un hombre –un policía retirado- que por cierta
cantidad de dinero nos pasará los controles sin ninguna dificultad.
“Llegó el día de partida:
nos levantamos muy temprano, porque la Requenense , un autobús destartalado que iba desde
mi pueblo hasta Valencia, salía a las siete de la mañana. Recuerdo que el
marido de la prima Juana nos colocó a mis hermanos y a mí, medio dormidos y atolondrados, en la última
fila de asientos del viejo autobús, luego subió mi madre. Después de dos largas
horas de traqueteo y mil paradas por el camino, llegamos a la capital, a
Valencia. El autobús nos dejó muy cerca de la estación del tren. Mi madre
entonces contrató a un mozo para que, con un viejo carretón, nos porteara el
escaso pero pesado equipaje.
“Al atravesar la verja de
la estación alcé la vista y quedé embobado: ¡Qué maravilla! Aún hoy, cierro los
ojos y veo aquella fachada grande, inmensa para mí –yo nunca había salido de mi
pequeño pueblo-, decorada con racimos de naranjas con sus tallos de hojas
verdes. Los colores eran vivos y los frutos parecían reales. Cada pieza
colocada en el sitio adecuado y los colores brillando sobre la pared de blancos
mosaicos. Todo ello había salido, sin duda, de las manos de un gran ceramista…
-¿Me llevarás a verla
algún día, yayo? –interrumpió el nieto entusiasmado por la emoción del abuelo.
-Claro que te llevaré –y
depositó un beso en la mejilla del pequeño.
-Continúa abuelo,
continúa.
-Una vez dentro de la
estación, comprendí el porqué de aquella fachada: Era la entrada a un mundo
mágico, espectacular. Miraba de frente, ante mí había muchos, muchos trenes
colocados uno al lado del otro, de ellos veía el último vagón, el que estaba junto a
mí, pero no el primero, no. La locomotora no la veía. Alcé después mis ojos y
aquello era inmenso; mi vista se perdía en un techo gigantesco de enormes y
oscuras placas de cristal, sostenidas por grandes columnas de acero ¿Y el
sonido? Aquello era como el concierto de una gran banda de música, oculta en
algún lugar, tal vez en uno de aquellos largos trenes. La composición era
estrambótica: sonaban silbidos sin cesar como salidos de una extraña escala
musical; aquellos pitidos se intercalaban con roncos gemidos de carretas y
carretillas que iban de unos andenes a otros; casi al mismo tiempo, sonaban
también voces metálicas, roncas y estridentes que no se entendían; finalmente,
toda esa amalgama de sonidos y ruidos era envuelta por un murmullo constante y
continuo de aquella masa ingente de hombres y mujeres.
“Sí, me impresionó sobremanera ver aquel río de personas
moviéndose de un lado para otro, empujándose unos a otros sin orientación ni
sentido aparente. Nunca, nunca había yo visto tanto individuo junto; ni siquiera en la fiesta mayor de mi
pueblo. Qué digo en la fiesta; ni si quiera el día que vino Franco a inaugurar
el pantano y eso que aquel día acudieron invitados todos los habitantes de los
pueblos vecinos.
“A media tarde nos instalamos en un vagón del
tren, después de que mi madre comprara los billetes en una de las taquillas de
la estación. Por cierto, sabes, por mí pagó medio billete y por mis hermanos
nada; sí, sí, no pagaron nada porque eran pequeños.
“¡Ah! ¡Ah! ¡Qué alegría, qué alborozo! Cuando el
tren comenzó a andar. Yo creía que el corazón se me iba a salir del pecho. Mi
madre había puesto un bulto del equipaje en el suelo para que yo me subiera sobre
él y así poder mirar mejor por la ventanilla. Vi alejarse lentamente aquellas
enormes columnas de hierro, luego apareció aquel túnel grandioso en el que se
había transformado la estación; también habían quedado atrás los trenes
parados, ahora mucho más pequeños; contemplé también, cómo aquella masa ingente
que hacía sólo un momento se movía entre gritos y alboroto, en ese instante aparecía
como pequeñas hormigas moviéndose lentas en la boca del hormiguero.
“Iba embobado mirándolo todo con ojos como platos,
cuando de repente oí un grito a mis espaldas: “¡Niño baja de ahí y cierra esa
ventana! Si tardas un poco más nos vamos a poner negros de tanta carbonilla”.
Salté de un brinco y me coloqué al lado de mi madre, mientras miraba con ojos
asustados y respiración entrecortada el rostro, huraño y adusto, de un hombre mayor sentado
frente a nosotros. Mi madre se levantó y subió el cristal de la ventana; luego
dirigiéndose a aquel viejo, dijo: “Usted perdone”.
“Estuve más de una hora acurrucado allí, pegado a
mi madre, sentado junto a la ventanilla, pero sin osar mirar siquiera por ella.
Yo sólo observaba: frente a mí estaba sentada una mujer de unos cuarenta años,
más o menos como mi madre, a su lado había una niña más joven que yo, pero
mayor que mi hermana, al lado de ella estaba su padre y a continuación aquel
hombre serio y gruñón que me había reñido. Al otro lado de mi madre iban mis
hermanos.
“Yo comencé a dar signos de inquietud, no paraba
de moverme en el asiento y no sabía cómo ponerme. Entonces el padre de la niña
que había frente a mí dijo:
-Muchacho asómate a la ventana si quieres y baja
el cristal que aquí hace ya mucho calor; además ahora la carbonilla no entrará
ya que vamos por campo abierto.
-Gracias –dijo mi madre; luego dirigiéndose a mí,
ordenó-. Haz lo que te dice este señor.
“Me faltó tiempo para bajar el cristal y sacar mi
cabeza por la ventana. Al instante sentí a mis hermanos apretarse a mi costado.
Bajé yo del bulto, donde me había subido, y ayudé al pequeño a colocarse en él.
Mi madre entonces tomó a mi hermana y la sentó junto a ella.
“¡Qué hermosura! ¡Cuánta belleza! Atravesábamos
campos de color verde, a veces pedazos de tierra rojiza, otras ocres, de tanto
en tanto casas blancas, algunas con palmeras en sus patios. ¡Y los campos de
naranjos! Grandes extensiones de árboles, con hojas de color verde brillante,
moteados de naranjas como diminutos soles prendidos de sus ramas. Más al fondo,
una cadena de montañas parecía que siguiesen al tren.
-Pablo –dijo mi madre-, deja a esta chica que mire
también por la ventana.
-María –indicó el padre de la niña-, se llama
María.
-María asómate por la ventana y verás que paisaje
tan bonito –la invitó mi madre.
“En ese momento, en vez de sentarme, corrí hacia
el pasillo.
-¿Dónde vas? –la voz de mi madre me detuvo en
seco.
-Voy a mirar por aquella otra ventana, ahí en el
pasillo.
-Está bien, pero de ahí no te muevas.
-Sí madre -y en un momento estaba, alzado de
puntillas, mirando por aquella otra ventanilla.
“¡Oh! ¡Qué maravilla! Tenía allí, casi al alcance
de mi mano, el mar. Yo que nunca había salido de mi pueblo, no podía imaginar
que el mar fuera tan hermoso, tan bello, tan espléndido.
-¡Mamá, mamá, aquí el mar! ¡El mar está aquí, aquí
mismo!
-Sí hijo, ya lo sé. Ahora iremos tus hermanos y yo
a verlo.
“Durante largo rato permanecí allí como encantado
viendo el vaivén de las olas y, al fondo, unas barcas con sus velas blancas
lanzadas al viento jugando sobre el lomo del oleaje. Luego, recogía la vista y
quedaba extasiado contemplando cómo rompían las olas, allí mismo, contra un promontorio de rocas, esparramando
por todas partes su espuma blanca.
“No sé el tiempo que permanecí ante la ventana, de
pronto noté la presencia de mis hermanos y mi madre a mi lado; ella me retiró y
tomó primero a mi hermano pequeño, entre sus manos, lo alzó y lo tuvo un largo
rato levantado ante la ventanilla para que gozara de aquel grato espectáculo,
luego hizo lo mismo con Luisa.
“De pronto, vimos en el fondo del pasillo un
hombre con uniforme azul y gorra de plato que entraba y salía de todos y cada
uno de los departamentos. Cuando mi madre se dio cuenta de la presencia de
aquel señor, nos ordenó:
-Vamos, vamos todos para dentro que viene el
revisor –y luego añadió-. Y no os mováis; si le hacéis enfadar os castigará.
“Pronto apareció aquel funcionario de RENFE alto,
moreno y con bigote. Nos saludó cortésmente y pidió los billetes.
-¿Son buenos chicos, verdad? –dijo, al tiempo que
con su mano derecha alborotaba mis cabellos cariñosamente.
-Sí, sí –respondieron a coro los padres de María y
mi madre, mientras el hombre ceñudo nos
miraba con fingido enfado.
-El revisor, antes de marchar, metió la mano en su
bolsillo y nos dio caramelos a todos los niños. Nosotros permanecimos un rato
sentados y en silencio en nuestros asientos. Después, transcurridos unos veinte
minutos, me levanté y me encaminé hacia el pasillo; detrás de mí vino enseguida
María. Nos colocamos frente a la ventana y al cabo de un instante la invité a
venir conmigo; ni mi madre ni sus padres advirtieron, de momento, nuestra
ausencia. Decidimos recorrer el tren: en la puerta de cada departamento nos
parábamos, fisgábamos quién había en cada uno de ellos. En uno había un hombre
negro “es el primero que veo” le dije a mi compañera, “yo también”; cuando
llegamos a la plataforma, nos sentamos allí con los pies colgando y cogidos
fuertemente a los barrotes de la baranda.
“Nos explicamos nuestra breve historia. Ella venía
de un pequeño pueblo de Cuenca y yo de otro pueblo de Albacete, las dos
familias íbamos a Barcelona. Pero pronto se acabó nuestra aventura: a los pocos
minutos tuvimos a nuestra espalda a Demetrio, el padre de María. Nos cogió a
ambos por una oreja y nos hizo levantar de allí; a su hija le dio unos azotes
en el culo. Al entrar en el departamento dijo:
-Aquí tienes a tu aventurero. A ésta ya la he
calentado yo.
“Mi madre se quitó el zapato y me propino una
buena azotaina. Yo, que hasta ese momento no había derramado una sola lágrima
–María ya lo hacía desde que su padre nos agarró por las orejas-, comencé a
llorar con desespero. Nos sentaron a cada uno en un rincón y Demetrio nos
ordenó:
-No se os ocurra moveros de aquí en todo el viaje.
“Seguíamos gimoteando cuando apareció el revisor:
-¿Qué ha pasado aquí, que parece esto un funeral?
“El padre de María le explicó nuestra travesura en
pocas palabras.
-Venga, venga, que no hay para tanto ¿Vosotros
queréis recorrer todo el tren?
“Tanto mi amiga como yo afirmamos varias veces con
la cabeza, mas ninguno pronunció ni una sola palabra.
-Vamos –dijo, y nos tendió sus manos-. Ustedes no
se preocupen, enseguida se los devuelvo.
-Fue maravilloso: nos paseó por todo el convoy.
Aquello sí fue la mejor excursión con el mejor guía. Vimos vagones lujosos y
otros menos; pero la mayoría eran como el nuestro, feos e incómodos, con
asientos de madera. Por último nos llevó hasta la locomotora y nos presentó al
maquinista y a su ayudante. Eran simpáticos, como él. Bromearon con nosotros y
nos contaron algunas historias muy bonitas sobre su vida en el tren.
Finalmente, nos retornó a nuestros padres. Nos colmó de caramelos y trozos de
regaliz –nos explicó que en su pueblo había muchas de estas plantas-; nos besó
a todos los niños y desapareció.
“Cayó la tarde y pronto la oscuridad tomó el
vagón. Demetrio movió un interruptor y se encendieron unas lucecitas. Yo sentí
que mis ojos se cerraban cuando mis hermanos y María hacía ya un rato que
dormían.
-Casi al alba llegamos a la provincia de
Barcelona. Noté una fuerte sacudida sobre mi hombro y desperté. Era mi madre.
“Ven conmigo, vamos al retrete que nos hemos de lavar la cara”. Volvimos a
nuestros asientos y despertó a mis hermanos. Repitió la operación. Luego los
padres de María hicieron lo mismo.
“El tren entró majestuoso en la estación de
Francia. Silbaba fuerte y con insistencia. Entraba ufano como un batallón que
vuelve victorioso de la guerra.
“Los mayores se agolparon sobre las ventanillas
para ver si les esperaban sus familiares. Mi madre también. Ella miraba con angustia
y desasosiego porque no veía a mi padre, ni a mi tío.
“El padre de María gritó:
-¡Daniel, Daniel, Daniel, aquí! Estamos aquí.
-Ya están ahí –dijo en voz alta, dirigiéndose a
todos. Después miró a mi madre y le preguntó- ¿Si quiere, esperamos hasta que
aparezca su marido?
-No, no, de ninguna manera. Antonio no puede
tardar.
“Se dispusieron a bajar. Antes, Demetrio le dio a
mi madre una hoja de papel con la dirección de Daniel, su hermano. La esposa de
Demetrio besó a mi madre y él le tendió la mano. Yo miré a María y me hubiera
gustado darle un beso, como el que le había dado cuando estábamos en la
plataforma, pero no me atreví, sólo le tendí la mano y ella la estrechó.
-Vamos, vamos dijo el padre –y pronto
desaparecieron del departamento.
El tiempo pasaba, ya casi no quedaba nadie en el
tren. Mi madre hacía esfuerzos supremos por no llorar, pero yo veía el llanto
en sus ojos. Mi padre no aparecía y el andén se iba quedando vacío. Al rato, se
presentó de nuevo Demetrio:
-Vamos Marta, le ayudaré a bajar los bultos y los
niños.
-Gracias, gracias.
En el momento justo en el que Demetrio bajaba la
última maleta, mi padre venía corriendo por el andén. Se abrazó a mi madre y
luego nos besó a nosotros.
-¿Qué ha pasado? –preguntó mi madre sin poder
contener el llanto.
-¡Qué ha pasado! ¡Qué ha pasado! –Exclamaba mi
padre, mientras se le escapaba la rabia por los ojos-. Que el cabrón ese, el
que debía ayudarnos a salir de aquí, ese, el sinvergüenza ese al que yo le di
cinco mil pesetas no ha aparecido. “Cinco mil pesetas –me dijo-, porque hay que
untar a gente importante, las otras cinco ya me las darás cuando os hayáis
instalado en Badalona”. Hablé ayer con él, me dijo eso y quedamos en
encontrarnos bajo aquel reloj grande. Y no ha aparecido. Nos hemos recorrido, mi
hermano y yo, la estación de punta a rabo y no ha venido el muy cabrón.
¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón!…-exclamaba furioso, echando espuma blanca por la
boca-. Mi hermano ha salido, por si estuviese fuera. Mi madre ya lloraba
desesperadamente y nosotros, al verla a ella, también.
-No os pongáis nerviosos –intervino el padre de mi
amiga-.Por cierto, yo soy Demetrio y he viajado, junto con mi esposa y mi hija,
en el mismo tren que su familia. Allí está mi hermano. Ha venido para llevarnos
a Badalona, donde él vive.
-También yo vivo en Badalona, en el barrio de
Artigas… Ahora nos llevarán a Montjüic, nos meterán en el calabozo y nos
devolverán al pueblo.
“De pronto apareció ante nosotros el revisor. Al
verlo mi padre quedó helado, sin palabras; a mi madre se le cortó el llanto de
repente; el más tranquilo era Demetrio; nosotros todavía hacíamos pucheros y
gimoteábamos.
-¿Qué pasa? ¿Va todo bien? –preguntó muy serio el
funcionario.
-No, no va nada bien –respondió nuestro compañero
de viaje.
“Demetrio le explicó cuanto había sucedido, con
pequeñas interrupciones por parte de mi padre que seguía cada instante más
inquieto.
-Está bien, no teman, todo saldrá bien. Usted vaya
con su familia. Ya me encargo yo de ellos –dijo, señalándonos a nosotros-.
Saldrán de aquí sin problemas.
“Aquel hombre fue nuestro Ángel de la Guarda : Primero marchó con
mi madre y los dos pequeños hasta la calle; enseguida estuvo de nuevo junto a
nosotros. Me tomó de la mano y nos condujo a través de pasillos interminables,
donde no nos cruzamos con nadie, hasta un estrecho callejón; allí tampoco había
ni un alma, sólo mi madre y mis hermanos.
-Allí, a la derecha, tenéis una avenida donde
encontrareis autobuses que os llevarán a Artigas -tendió la mano a mi padre, él
la estrechó con fuerza mientras le miraba a los ojos en señal de gratitud,
luego tomó mi madre aquella mano del benefactor y la besó varias veces al
tiempo que repetía: “gracias, gracias, muchas gracias”. Finalmente aquel hombre
bueno se agachó y nos dio un beso en la frente a cada uno de los pequeños, al
tiempo que depositaba en nuestras manos un trozo de regaliz. Acto seguido se
dio media vuelta y desapareció por aquella estrecha puerta.
El abuelo calló, miró al niño, éste seguía en
silencio con sus ojos puestos en él, después Pablo volvió su mirada hacia las
olas que rompían en la playa. El hombre parecía seguir todavía enredado en sus
viejos recuerdos.
-¿Ya has acabado abuelo?
-¿Te ha gustado la historia?
-Sí, me ha gustado mucho.
-Pues no, no he acabado todavía. Falta lo mejor
¿Te gustaría saber qué fue de aquella familia que conocimos en el tren? ¿Te
agradaría conocer qué fue de María?
-Sí, claro ¿Os visteis después en Badalona?
-Sí, sí, nos vimos. Mis padres pasados unos meses
fueron en su búsqueda. Los encontraron; mas no fue un único encuentro, no.
Entre ambas familia se creó una gran amistad. Entre María y yo también; tanta
fue nuestra amistad que al final acabamos los dos en el altar.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que María y Pablo se enamoraron, se
casaron. Se quisieron mucho, mucho. Aún hoy día se estiman.
Javier se echó al cuello del abuelo y le cubrió el
rostro de besos.