lunes, 25 de marzo de 2013

EL TREN



     Pablo caminaba despacio, pero con paso firme. Llegó él hasta la puerta del colegio “Santiago Ramón y Cajal” donde estudiaba su nieto. Allí, delante de la escuela, había una plaza con una fuente redonda en el centro, en torno a ella media docena de bancos y cuatro moreras viejas y frondosas. Pablo se sentó en un banco a la sombra y esperó. Había llegado, como cada día, un cuarto de hora antes de que saliese el niño del colegio. Prefería esperar a correr el riesgo de que Javier concluyera sus clases y él no estuviera allí.  
            Se abrieron las puertas de la escuela y por ella apareció un torrente de niños gritando unos, cantando otros y alborotando todos. A Pablo le gustaba contemplar aquella marabunta infantil cargada de energía y buena salud: pura vida.
            Javier corrió a los brazos abiertos del abuelo, él lo estrechó contra su corazón, lo alzó unos centímetros del suelo, lo besó en la frente, y enseguida lo volvió a dejar en tierra.
            -Abuelo ¿Vamos a ver las olas?
            -Como tú quieras hijo –respondió Pablo, al tiempo que le mostraba un pequeño bocadillo sacado de su bolso.
            -No, no. Ahora no, luego cuando estemos sentados en aquel banco frete al mar.
            -De acuerdo, como tú quieras –y guardó la merienda nuevamente en el bolso.
            -¿Qué historia me vas a contar hoy?
            -La que a ti más te guste.
            -¿Por qué no me explicas aquel viaje del que hablabas ayer con la abuela María?
            -¿Cuál? No recuerdo sobre qué hablaba ayer con la abuela.
            -Sí, hablabais de cuando tú viniste a Cataluña por primera vez.
            -Ya, ya recuerdo. Fue mi primer viaje en tren, cuando apenas tenía yo tu edad; sí recuerdo, apenas tenía diez años, sí, sí… -y el abuelo se sumergió allá donde los viejos guardan sus empolvados recuerdos.  

            Nieto y abuelo llegaron a mitad del paseo que corría junto al mar. Se sentaron en un banco, donde muchas tardes ambos tomaban asiento: Allí, unas veces era el abuelo quien contaba historias al nieto; otras era el nieto quien explicaba cómo había ido el colegio aquel día, o le relatada pequeñas anécdotas sobre sus vivencias con los compañeros o compañeras de clase. También a ratos ambos callaban y sus miradas se perdían sobre las olas, o alzaban la vista al cielo y gozaban de la arrebolada que les ofrecía el atardecer.
            -Abuelo, dame el bocadillo y comienza ya a contarme la historia.
            -¿Seguro que quieres escuchar ese cuento?
            -Abuelo, no es un cuento, es una historia. Y sí, quiero –respondió Javier muy serio, luego hizo una breve pausa y agregó-. Además creo que debe ser divertida: os vi y oí reír a los dos mientras hablabais de aventuras en un tren.
            -Pues muy bien, ahí va:
            “Cuando yo era así de pequeño como tú…
            -Yo, ya no soy pequeño –protestó Javier-, tengo diez años.
            -Sí es cierto. Hoy los niños a esta edad sois mayores.
            -Bueno, bueno. Quieres comenzar de una vez.
            -Sí, sí, impaciente. Ya voy:
            “Cuando yo era pequeño, vivía en un pueblo chiquito de apenas doscientas cincuenta casas, habitadas por otras tantas familias; en total vivíamos en aquel villorrio unas novecientas personas, entre chicos y grandes.
            “En mi pueblo, entonces, sus habitantes vivían de la agricultura: un poco de lo cultivado en los huertos que había junto al río y otro tanto de los campos de arriba, del secano.
            “Un mal día, las aguas del río inundaron las huertas: habían construido un pantano, y las gentes comenzaron a emigrar –Pablo hizo una pausa y preguntó al niño- ¿Sabes qué quiere decir emigrar?
            -¡Abuelo! Que en mi clase hay  varios emigrantes –respondió molesto por la duda del anciano-. Hace ya tiempo que la señorita nos habló sobre los emigrantes. Hasta un día nos mandó hacer un dibujo cuyo tema a desarrollar debía ser la emigración.
            -Perdona chico, ya te he dicho que ahora vosotros sabéis mucho.
            -Venga, venga, continúa.
            -Pues bien, mi padre, tu bisabuelo…
            -¿Mi bisabuelo? –preguntó extrañado Javier.
            -¡Mira por donde, ahora va a resultar que no sabes tanto como yo creía! Sí hijo, sí. Mi padre era tu bisabuelo y mi madre tu bisabuela.
            -Si seguimos así, esta tarde no terminas la historia.
            -Alto ahí, amigo mío. Esta interrupción ha sido tuya, no mía.
            -Por favor, continúa.  
            -Mi padre, tu bisabuelo –dijo el anciano con retintín, mientras en el rostro del niño se dibujaba una sonrisa-, vino a Barcelona en busca de trabajo, mientras mi madre, tu bisabuela –cruzaron nuevas sonrisas plenas de complicidad- quedaba en el pueblo con sus hijos, todos pequeños. El mayor era yo con diez años, como ya te he dicho, luego venía la tía Luisa, la que vive en Sabadell, con siete, y el más pequeño, Andrés, con cuatro; a ese no lo has conocido tú. Murió joven, pero esa es otra historia.
            -¿Otro día me la contarás?
            -Sí hombre sí, otra tarde te la contaré –continúo-: Cuando mi padre encontró trabajo, alquiló un pequeño piso y nos mandó venir. Él no pudo ir a buscarnos, hacía pocos meses que trabajaba en una obra, de peón de albañil. Además, no estaba asegurado, estaba en situación irregular.
-¡Como los emigrantes de ahora! –exclamó el niño espontáneamente.
-Más o menos, de eso hablaremos otra tarde. Ahora continuemos con el relato:
“Debido a sus condiciones laborales, no se atrevió a pedir unos días libres para ir a por nosotros. Tenía miedo a ser despedido del trabajo. Así que mi madre, con ayuda de una prima, se encargó de preparar todo el equipaje, aunque no era mucho.
            “En aquellos días de preparativos, yo siempre estaba con ellas intentando ayudar en lo que podía. Una tarde oí a mi madre gimotear, y Juana, su prima, le decía: “No, no pienses eso, Marta” Ella le respondía: “Me lo ha dicho Antonio en una carta. Sí, sí, dice que a muchos cuando llegan a la estación de Barcelona los coge la policía, los mete al calabozo y, al día siguiente, los envían de nuevo a su tierra. Dicen que ya hay demasiada gente en Cataluña. También me tranquiliza, me dice que todo irá bien. Ha conocido a un hombre –un policía retirado- que por cierta cantidad de dinero nos pasará los controles sin ninguna dificultad.
            “Llegó el día de partida: nos levantamos muy temprano, porque la Requenense, un autobús destartalado que iba desde mi pueblo hasta Valencia, salía a las siete de la mañana. Recuerdo que el marido de la prima Juana nos colocó a mis hermanos y a mí,  medio dormidos y atolondrados, en la última fila de asientos del viejo autobús, luego subió mi madre. Después de dos largas horas de traqueteo y mil paradas por el camino, llegamos a la capital, a Valencia. El autobús nos dejó muy cerca de la estación del tren. Mi madre entonces contrató a un mozo para que, con un viejo carretón, nos porteara el escaso pero pesado equipaje.
            “Al atravesar la verja de la estación alcé la vista y quedé embobado: ¡Qué maravilla! Aún hoy, cierro los ojos y veo aquella fachada grande, inmensa para mí –yo nunca había salido de mi pequeño pueblo-, decorada con racimos de naranjas con sus tallos de hojas verdes. Los colores eran vivos y los frutos parecían reales. Cada pieza colocada en el sitio adecuado y los colores brillando sobre la pared de blancos mosaicos. Todo ello había salido, sin duda, de las manos de un gran ceramista…
            -¿Me llevarás a verla algún día, yayo? –interrumpió el nieto entusiasmado por la emoción del abuelo.
            -Claro que te llevaré –y depositó un beso en la mejilla del pequeño.
            -Continúa abuelo, continúa.
            -Una vez dentro de la estación, comprendí el porqué de aquella fachada: Era la entrada a un mundo mágico, espectacular. Miraba de frente, ante mí había muchos, muchos trenes colocados uno al lado del otro, de ellos  veía el último vagón, el que estaba junto a mí, pero no el primero, no. La locomotora no la veía. Alcé después mis ojos y aquello era inmenso; mi vista se perdía en un techo gigantesco de enormes y oscuras placas de cristal, sostenidas por grandes columnas de acero ¿Y el sonido? Aquello era como el concierto de una gran banda de música, oculta en algún lugar, tal vez en uno de aquellos largos trenes. La composición era estrambótica: sonaban silbidos sin cesar como salidos de una extraña escala musical; aquellos pitidos se intercalaban con roncos gemidos de carretas y carretillas que iban de unos andenes a otros; casi al mismo tiempo, sonaban también voces metálicas, roncas y estridentes que no se entendían; finalmente, toda esa amalgama de sonidos y ruidos era envuelta por un murmullo constante y continuo de aquella masa ingente de hombres y mujeres.  
“Sí, me impresionó sobremanera ver aquel río de personas moviéndose de un lado para otro, empujándose unos a otros sin orientación ni sentido aparente. Nunca, nunca había yo visto tanto individuo  junto; ni siquiera en la fiesta mayor de mi pueblo. Qué digo en la fiesta; ni si quiera el día que vino Franco a inaugurar el pantano y eso que aquel día acudieron invitados todos los habitantes de los pueblos vecinos.
“A media tarde nos instalamos en un vagón del tren, después de que mi madre comprara los billetes en una de las taquillas de la estación. Por cierto, sabes, por mí pagó medio billete y por mis hermanos nada; sí, sí, no pagaron nada porque eran pequeños.
“¡Ah! ¡Ah! ¡Qué alegría, qué alborozo! Cuando el tren comenzó a andar. Yo creía que el corazón se me iba a salir del pecho. Mi madre había puesto un bulto del equipaje en el suelo para que yo me subiera sobre él y así poder mirar mejor por la ventanilla. Vi alejarse lentamente aquellas enormes columnas de hierro, luego apareció aquel túnel grandioso en el que se había transformado la estación; también habían quedado atrás los trenes parados, ahora mucho más pequeños; contemplé también, cómo aquella masa ingente que hacía sólo un momento se movía entre gritos y alboroto, en ese instante aparecía como pequeñas hormigas moviéndose lentas en la boca del hormiguero.
“Iba embobado mirándolo todo con ojos como platos, cuando de repente oí un grito a mis espaldas: “¡Niño baja de ahí y cierra esa ventana! Si tardas un poco más nos vamos a poner negros de tanta carbonilla”. Salté de un brinco y me coloqué al lado de mi madre, mientras miraba con ojos asustados y respiración entrecortada el rostro,  huraño y adusto, de un hombre mayor sentado frente a nosotros. Mi madre se levantó y subió el cristal de la ventana; luego dirigiéndose a aquel viejo, dijo: “Usted perdone”.
“Estuve más de una hora acurrucado allí, pegado a mi madre, sentado junto a la ventanilla, pero sin osar mirar siquiera por ella. Yo sólo observaba: frente a mí estaba sentada una mujer de unos cuarenta años, más o menos como mi madre, a su lado había una niña más joven que yo, pero mayor que mi hermana, al lado de ella estaba su padre y a continuación aquel hombre serio y gruñón que me había reñido. Al otro lado de mi madre iban mis hermanos.
“Yo comencé a dar signos de inquietud, no paraba de moverme en el asiento y no sabía cómo ponerme. Entonces el padre de la niña que había frente a mí dijo:
-Muchacho asómate a la ventana si quieres y baja el cristal que aquí hace ya mucho calor; además ahora la carbonilla no entrará ya que vamos por campo abierto.
-Gracias –dijo mi madre; luego dirigiéndose a mí, ordenó-. Haz lo que te dice este señor.
“Me faltó tiempo para bajar el cristal y sacar mi cabeza por la ventana. Al instante sentí a mis hermanos apretarse a mi costado. Bajé yo del bulto, donde me había subido, y ayudé al pequeño a colocarse en él. Mi madre entonces tomó a mi hermana y la sentó junto a ella.
“¡Qué hermosura! ¡Cuánta belleza! Atravesábamos campos de color verde, a veces pedazos de tierra rojiza, otras ocres, de tanto en tanto casas blancas, algunas con palmeras en sus patios. ¡Y los campos de naranjos! Grandes extensiones de árboles, con hojas de color verde brillante, moteados de naranjas como diminutos soles prendidos de sus ramas. Más al fondo, una cadena de montañas parecía que siguiesen al tren.   
-Pablo –dijo mi madre-, deja a esta chica que mire también por la ventana.
-María –indicó el padre de la niña-, se llama María.
-María asómate por la ventana y verás que paisaje tan bonito –la invitó mi madre.
“En ese momento, en vez de sentarme, corrí hacia el pasillo.
-¿Dónde vas? –la voz de mi madre me detuvo en seco.
-Voy a mirar por aquella otra ventana, ahí en el pasillo.
-Está bien, pero de ahí no te muevas.
-Sí madre -y en un momento estaba, alzado de puntillas, mirando por aquella otra ventanilla.
“¡Oh! ¡Qué maravilla! Tenía allí, casi al alcance de mi mano, el mar. Yo que nunca había salido de mi pueblo, no podía imaginar que el mar fuera tan hermoso, tan bello, tan espléndido.
-¡Mamá, mamá, aquí el mar! ¡El mar está aquí, aquí mismo!
-Sí hijo, ya lo sé. Ahora iremos tus hermanos y yo a verlo.
“Durante largo rato permanecí allí como encantado viendo el vaivén de las olas y, al fondo, unas barcas con sus velas blancas lanzadas al viento jugando sobre el lomo del oleaje. Luego, recogía la vista y quedaba extasiado contemplando cómo rompían las olas, allí mismo,  contra un promontorio de rocas, esparramando por todas partes su espuma blanca.
“No sé el tiempo que permanecí ante la ventana, de pronto noté la presencia de mis hermanos y mi madre a mi lado; ella me retiró y tomó primero a mi hermano pequeño, entre sus manos, lo alzó y lo tuvo un largo rato levantado ante la ventanilla para que gozara de aquel grato espectáculo, luego hizo lo mismo con Luisa.
“De pronto, vimos en el fondo del pasillo un hombre con uniforme azul y gorra de plato que entraba y salía de todos y cada uno de los departamentos. Cuando mi madre se dio cuenta de la presencia de aquel señor, nos ordenó:
-Vamos, vamos todos para dentro que viene el revisor –y luego añadió-. Y no os mováis; si le hacéis enfadar os castigará.
“Pronto apareció aquel funcionario de RENFE alto, moreno y con bigote. Nos saludó cortésmente y pidió los billetes.
-¿Son buenos chicos, verdad? –dijo, al tiempo que con su mano derecha alborotaba mis cabellos cariñosamente.
-Sí, sí –respondieron a coro los padres de María y mi madre, mientras el hombre  ceñudo nos miraba con fingido enfado.
-El revisor, antes de marchar, metió la mano en su bolsillo y nos dio caramelos a todos los niños. Nosotros permanecimos un rato sentados y en silencio en nuestros asientos. Después, transcurridos unos veinte minutos, me levanté y me encaminé hacia el pasillo; detrás de mí vino enseguida María. Nos colocamos frente a la ventana y al cabo de un instante la invité a venir conmigo; ni mi madre ni sus padres advirtieron, de momento, nuestra ausencia. Decidimos recorrer el tren: en la puerta de cada departamento nos parábamos, fisgábamos quién había en cada uno de ellos. En uno había un hombre negro “es el primero que veo” le dije a mi compañera, “yo también”; cuando llegamos a la plataforma, nos sentamos allí con los pies colgando y cogidos fuertemente a los barrotes de la baranda.
“Nos explicamos nuestra breve historia. Ella venía de un pequeño pueblo de Cuenca y yo de otro pueblo de Albacete, las dos familias íbamos a Barcelona. Pero pronto se acabó nuestra aventura: a los pocos minutos tuvimos a nuestra espalda a Demetrio, el padre de María. Nos cogió a ambos por una oreja y nos hizo levantar de allí; a su hija le dio unos azotes en el culo. Al entrar en el departamento dijo:
-Aquí tienes a tu aventurero. A ésta ya la he calentado yo.
“Mi madre se quitó el zapato y me propino una buena azotaina. Yo, que hasta ese momento no había derramado una sola lágrima –María ya lo hacía desde que su padre nos agarró por las orejas-, comencé a llorar con desespero. Nos sentaron a cada uno en un rincón y Demetrio nos ordenó:
-No se os ocurra moveros de aquí en todo el viaje.
“Seguíamos gimoteando cuando apareció el revisor:
-¿Qué ha pasado aquí, que parece esto un funeral?
“El padre de María le explicó nuestra travesura en pocas palabras.
-Venga, venga, que no hay para tanto ¿Vosotros queréis recorrer todo el tren?
“Tanto mi amiga como yo afirmamos varias veces con la cabeza, mas ninguno pronunció ni una sola palabra.
-Vamos –dijo, y nos tendió sus manos-. Ustedes no se preocupen, enseguida se los devuelvo.
-Fue maravilloso: nos paseó por todo el convoy. Aquello sí fue la mejor excursión con el mejor guía. Vimos vagones lujosos y otros menos; pero la mayoría eran como el nuestro, feos e incómodos, con asientos de madera. Por último nos llevó hasta la locomotora y nos presentó al maquinista y a su ayudante. Eran simpáticos, como él. Bromearon con nosotros y nos contaron algunas historias muy bonitas sobre su vida en el tren. Finalmente, nos retornó a nuestros padres. Nos colmó de caramelos y trozos de regaliz –nos explicó que en su pueblo había muchas de estas plantas-; nos besó a todos los niños y desapareció.
“Cayó la tarde y pronto la oscuridad tomó el vagón. Demetrio movió un interruptor y se encendieron unas lucecitas. Yo sentí que mis ojos se cerraban cuando mis hermanos y María hacía ya un rato que dormían.

-Casi al alba llegamos a la provincia de Barcelona. Noté una fuerte sacudida sobre mi hombro y desperté. Era mi madre. “Ven conmigo, vamos al retrete que nos hemos de lavar la cara”. Volvimos a nuestros asientos y despertó a mis hermanos. Repitió la operación. Luego los padres de María hicieron lo mismo.
“El tren entró majestuoso en la estación de Francia. Silbaba fuerte y con insistencia. Entraba ufano como un batallón que vuelve victorioso de la guerra.
“Los mayores se agolparon sobre las ventanillas para ver si les esperaban sus familiares. Mi madre también. Ella miraba con angustia y desasosiego porque no veía a mi padre, ni a mi tío.
“El padre de María gritó:
-¡Daniel, Daniel, Daniel, aquí! Estamos aquí.
-Ya están ahí –dijo en voz alta, dirigiéndose a todos. Después miró a mi madre y le preguntó- ¿Si quiere, esperamos hasta que aparezca su marido?
-No, no, de ninguna manera. Antonio no puede tardar.
“Se dispusieron a bajar. Antes, Demetrio le dio a mi madre una hoja de papel con la dirección de Daniel, su hermano. La esposa de Demetrio besó a mi madre y él le tendió la mano. Yo miré a María y me hubiera gustado darle un beso, como el que le había dado cuando estábamos en la plataforma, pero no me atreví, sólo le tendí la mano y ella la estrechó.
-Vamos, vamos dijo el padre –y pronto desaparecieron del departamento.
El tiempo pasaba, ya casi no quedaba nadie en el tren. Mi madre hacía esfuerzos supremos por no llorar, pero yo veía el llanto en sus ojos. Mi padre no aparecía y el andén se iba quedando vacío. Al rato, se presentó de nuevo Demetrio:
-Vamos Marta, le ayudaré a bajar los bultos y los niños.
-Gracias, gracias.
En el momento justo en el que Demetrio bajaba la última maleta, mi padre venía corriendo por el andén. Se abrazó a mi madre y luego nos besó a nosotros.
-¿Qué ha pasado? –preguntó mi madre sin poder contener el llanto.
-¡Qué ha pasado! ¡Qué ha pasado! –Exclamaba mi padre, mientras se le escapaba la rabia por los ojos-. Que el cabrón ese, el que debía ayudarnos a salir de aquí, ese, el sinvergüenza ese al que yo le di cinco mil pesetas no ha aparecido. “Cinco mil pesetas –me dijo-, porque hay que untar a gente importante, las otras cinco ya me las darás cuando os hayáis instalado en Badalona”. Hablé ayer con él, me dijo eso y quedamos en encontrarnos bajo aquel reloj grande. Y no ha aparecido. Nos hemos recorrido, mi hermano y yo, la estación de punta a rabo y no ha venido el muy cabrón. ¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón!…-exclamaba furioso, echando espuma blanca por la boca-. Mi hermano ha salido, por si  estuviese fuera. Mi madre ya lloraba desesperadamente y nosotros, al verla a ella, también.
-No os pongáis nerviosos –intervino el padre de mi amiga-.Por cierto, yo soy Demetrio y he viajado, junto con mi esposa y mi hija, en el mismo tren que su familia. Allí está mi hermano. Ha venido para llevarnos a Badalona, donde él vive.
-También yo vivo en Badalona, en el barrio de Artigas… Ahora nos llevarán a Montjüic, nos meterán en el calabozo y nos devolverán al pueblo.
“De pronto apareció ante nosotros el revisor. Al verlo mi padre quedó helado, sin palabras; a mi madre se le cortó el llanto de repente; el más tranquilo era Demetrio; nosotros todavía hacíamos pucheros y gimoteábamos.
-¿Qué pasa? ¿Va todo bien? –preguntó muy serio el funcionario.
-No, no va nada bien –respondió nuestro compañero de viaje.
“Demetrio le explicó cuanto había sucedido, con pequeñas interrupciones por parte de mi padre que seguía cada instante más inquieto.
-Está bien, no teman, todo saldrá bien. Usted vaya con su familia. Ya me encargo yo de ellos –dijo, señalándonos a nosotros-. Saldrán de aquí sin problemas.
“Aquel hombre fue nuestro Ángel de la Guarda: Primero marchó con mi madre y los dos pequeños hasta la calle; enseguida estuvo de nuevo junto a nosotros. Me tomó de la mano y nos condujo a través de pasillos interminables, donde no nos cruzamos con nadie, hasta un estrecho callejón; allí tampoco había ni un alma, sólo mi madre y mis hermanos.
-Allí, a la derecha, tenéis una avenida donde encontrareis autobuses que os llevarán a Artigas -tendió la mano a mi padre, él la estrechó con fuerza mientras le miraba a los ojos en señal de gratitud, luego tomó mi madre aquella mano del benefactor y la besó varias veces al tiempo que repetía: “gracias, gracias, muchas gracias”. Finalmente aquel hombre bueno se agachó y nos dio un beso en la frente a cada uno de los pequeños, al tiempo que depositaba en nuestras manos un trozo de regaliz. Acto seguido se dio media vuelta y desapareció por aquella estrecha puerta.

El abuelo calló, miró al niño, éste seguía en silencio con sus ojos puestos en él, después Pablo volvió su mirada hacia las olas que rompían en la playa. El hombre parecía seguir todavía enredado en sus viejos recuerdos.
-¿Ya has acabado abuelo?     
-¿Te ha gustado la historia?
-Sí, me ha gustado mucho.
-Pues no, no he acabado todavía. Falta lo mejor ¿Te gustaría saber qué fue de aquella familia que conocimos en el tren? ¿Te agradaría conocer qué fue de María?
-Sí, claro ¿Os visteis después en Badalona?
-Sí, sí, nos vimos. Mis padres pasados unos meses fueron en su búsqueda. Los encontraron; mas no fue un único encuentro, no. Entre ambas familia se creó una gran amistad. Entre María y yo también; tanta fue nuestra amistad que al final acabamos los dos en el altar.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que María y Pablo se enamoraron, se casaron. Se quisieron mucho, mucho. Aún hoy día se estiman.
Javier se echó al cuello del abuelo y le cubrió el rostro de besos.


                                                         

           










                    

lunes, 18 de marzo de 2013

MI MADRE QUERÍA VER EL MAR


                                                                                                       PRIMER PREMIO
                                                                                                        IMSERSO - 2009

                             

            Mi madre tenía sesenta y cinco años y toda su vida había transcurrido en su pueblo, mi pueblo. Una población de apenas doscientas cincuenta casas, otras tantas familias y un censo aproximado de novecientos habitantes. Eso sí, era una villa donde no faltaba nada: había una iglesia gótica muy bonita –decían que era del siglo XIV-, con un retablo barroco bien conservado, lo mismo que la iglesia. Por allí, al ser un pueblo pequeño, no había pasado la guerra con sus estragos de muerte. Había dos escuelas, una para niños y otra para niñas. También tenía el pueblo su ayuntamiento, con su alcalde y sus concejales. Junto al ayuntamiento estaba el dispensario, donde una vez a la semana pasaba visita un medico, venido de un municipio vecino que era cabeza de partido. Y cómo no, en el centro, tenía el pueblo una plaza mayor con su fuente pública de donde todos lo aldeanos tomaban agua para el consumo; en él no hubo agua corriente en las casas hasta hace apenas diez años.
            Mi pueblo es de La Mancha. Mi pueblo, su pueblo, estaba situado, está –lo poco que resta de él- en un recodo del río Júcar. Allí, ha descansado siempre; allí, ha dormitado desde tiempos pretéritos; sí allí  ha dormitado porque en mi aldea nunca pasaba nada. Apenas en dos o tres fechas al año se oía música por las calles. Además las gentes eran y son pacíficas. Yo no recuerdo que hubiese peleas ni algaradas por las calles. Eso sí, cuando yo era pequeño, alguna vez oí hablar a mis padres de una tragedia acaecida en las calles de aquel villorrio, cuando ellos eran unos niños. Nunca supe qué ocurrió, de chico no me lo quisieron decir y más tarde dejó de interesarme.
En mi pueblo, desde siempre, sus habitantes han vivido de la agricultura: un poco de lo cultivado en los huertos que había en la ribera y otro tanto de los campos de arriba, del secano. También había dos pastores con sus respectivos rebaños de ovejas.
En este entorno, ligeramente descrito, vivió mi madre sus sesenta y cinco años. Solamente había  abandonado aquellas calles empedradas en contadas ocasiones: Dos veces se trasladó, con mi padre, a la capital de provincia en busca de remedio para la enfermedad de él. Más tarde, pasado ya algunos años, en otras tres o cuatro ocasiones volvió a la capital, a mi casa; una vez fue con ocasión del nacimiento de mi hijo y las otras para celebrar las fiestas de Navidad.

Entre todos los habitantes de mi pueblo, sólo el señor maestro había visto el mar. A veces, cuando nos enseñaba geografía, nos hablaba de los océanos. Lo hacía con tanto realismo, con tanto entusiasmo, poniéndole incluso un punto de emoción en sus palabras, que allí nos tenía a todos los alumnos embelesados. Al llegar a casa, muchos días, mi madre me preguntaba qué habíamos hecho en clase. Una tarde en la cual el profesor nos había explicado cómo era el mar, yo intentaba repetir torpemente todo aquello que mi maestro nos había transmitido. Yo le hablaba a mi madre de una masa inmensa de agua siempre en movimiento. Recuerdo que un día le dije: “Cuando este verano subamos a la llanura y veamos los grandes bancales sembrados de trigo, unos junto a otros, perdiéndose en el horizonte, eso será el mar. Pero tendrás que cerrar los ojos y pintar las espigas de verde o azul. Y si tenemos la suerte  de que el viento meza ligeramente la mies, tendremos un mar rizado”.
Mi madre me miraba con ojos chispeantes de emoción y me decía:
-Hijo, prométeme que cuando seas mayor me llevarás a ver el mar.
-Sí madre, te lo prometo –entonces ella me comía  a besos.

Pasaron los años, crecí, me hice hombre. Y tuve la suerte que en el sorteo militar, me correspondió en destino Palma de Mallorca.
Cada permiso, cuando regresaba a casa, era una fiesta. Mi madre me hacía sentar junto a ella; si era verano en el patio de casa, bajo la parra; si era invierno, junto a la lumbre. Y allí, me tomaba las manos, y me pedía que le hablara del mar: de su color, de su olor, de su sabor, de su calma y de su tempestad, de los barcos que navegaban por él,  de si se veían los peces, de las caracolas…
Siempre acabábamos aquellas prolongadas conversaciones, con lo mismo: ella pidiéndome que un día la llevara a ver el mar, y yo prometiéndole que lo haría.

Pasaron los años, me marché del pueblo en busca de un futuro mejor del que me espera en aquel viejo caserío, en el que se había convertido aquella villa. Me casé. Tuve un hijo. Mi madre se iba haciendo mayor y yo sin poder cumplir la promesa. Cuando la visitaba, cada vez que miraba sus ojos veía en ellos la espuma derramada por las olas en la arena y un halo de inmensa tristeza.
Ya no pedía que le hablara del mar, tampoco me recordaba aquella promesa que tantas veces le había hecho. Sabía que mi sueldo no era muy alto, que debía mantener una familia, que me había comprado un piso y estaba por pagar, además tenía un viejo coche que también debía.

Un día le expliqué a un amigo el pesar que arruinaba mi alegría, la angustia que cercaba mi corazón, las lágrimas que tantas y tantas veces había derramado en silencio por no poder cumplir mi promesa. El dolor brotaba de mis entrañas al pensar que ella  podía morir y marcharía sin haber cumplido su deseo y yo sin haber realizado mi promesa.
Este amigo me habló del IMSERSO. Era algo nuevo, apenas hacía un par de años que lo habían fundado. También me explicó la gran labor social que este organismo estaba realizando con las personas mayores. Me dijo que en su pueblo eran muchas las personas -entre ellas sus padres-, que nunca habían salido de viaje hasta que gracias al IMSERSO lo hicieron. “Los viajes son perfectos: los llevan, los traen, les acompañan a todas partes. Tienen monitores o monitoras que cuidan de ellos, que los orientan. Tienen médicos, practicantes. Están totalmente asistidos en todo momento. Y además, los precios de los viajes son muy baratos. Si no fuese así, mis padres no podrían ir. Y este año ya han vuelto a solicitar otro viaje.”
Mi amigo me orientó, me ayudó, me acompañó a la oficina de Bienestar Social Provincial,  donde pude realizar los trámites necesarios para que mi madre pudiera viajar con el IMSERSO y así ver cumplida la ilusión de su vida.
Un día me presenté en su casa con el billete del viaje. Me había puesto de acuerdo con mi amigo Andrés e hicimos que mi madre pudiera viajar con los suyos a Palma de Mallorca. Yo hice un pequeño esfuerzo económico y le ofrecí aquel obsequio. Cuando abrió el sobre y torpemente leyó el contenido, no acababa de creérselo. No dijo nada, sólo me abrazó y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Cuando volvió del viaje fui a verla. Me abrazó, me hizo sentar bajo el emparrado del patio, junto a ella, y me tomó las manos. Sus ojos centelleaban de felicidad. Hablaba y hablaba emocionada. Todo era más bello, más hermoso, de lo que ella nunca se había imaginado. De vez en vez guardaba silencio, su mirada se colgaba en los pámpanos de aquel frondoso árbol que nos cobijaba  y en ella veía yo un remanso de paz, de satisfacción, de  placidez. Y yo me sentía feliz, muy feliz.
A los pocos meses murió. Yo lloré de alegría, porque sabía que había muerto feliz.
Ahora, transcurridos ya muchos años, cuando yo viajo cada dos años a Mallorca con el IMSERSO, me siento en un banco del paseo que va de Can Pastilla a Palma, contemplo el mar y me acuerdo de ella. Allí lloro, allí rezo, allí miro el azul del cielo, el azul del mar. También callo mientras las horas pasan y mi alma queda quieta y serena ante el rumor de las olas.  


                                                                                  









































sábado, 16 de marzo de 2013

Paisaje de La Villa




Un cielo azul, una iglesia en el cielo, unas flores en primavera, una flor entre las flores, mi Flor.

Poema de Añoranza


                HABITAN EN MI             
            Por sombras que aún habitan en mí,
            Ocupando espacios de otras luces
            Ya extinguidas. Sin esperanza vivo,
            Con sólo un haz de ilusiones perdidas.
            Espero eso sí, recuperar mis fuerzas,
            Mis ilusiones, tu sonrisa abierta, tu aliento
            Tras las nubes, tras esas nubes negras
            Que vinieron a mí cuando tu ausencia.
            Por eso ahora pido que regreses, aunque sea
            Invisible a mi costado, pues no puedo vivir
            Así rodeado de angustia y de silencio.
            Necesito tu risa y tus canciones, neciso…
            ¡Qué sé yo! Tu perfume, tu canto y tu mirada
            … Te necesito a ti, a ti, a ti…  

miércoles, 13 de marzo de 2013

A MI MAESTRO


                                            A MI MAESTRO

               Maestro de mi infancia, hombre honorable,
               Duro y tierno a la vez,
               Donde quiera que vayas,
               Vivo yo tu vejez.

               Una pared blanca,
               Una tiza quebrada,
               Un puntero en la mesa,
               Una negra pizarra.

               En la mesa callado el puntero seguía.
               Jamás, jamás lo usaste:
               Fue tu palabra, tu gesto, tu mirada.
               Fue tu talento y tu ternura.
               Fue tu trabajo de una y otra hora.

               Han pasado los años, mas
               El tiempo no ha pasado,
               Para el amor sentido
               De un alumno olvidado.

               Cuando retorno al pueblo
               Y te veo sentado
               Allá en tu mecedora,
               Con las manos rugosas y temblonas,
               ¡Tan firmes! ¡Tan seguras!
               Entonces, en mi aurora,
               De amor y sentimiento,
               Mi alma se desborda.
               Mas tú ves impasible pasar,
               Pasar el tiempo.
               Tú esto ya lo sabías,
               Ya lo esperabas:
               Recuerdo: nos hablabas entonces,
               De la vejez, la dignidad del viejo,
               La muerte y la esperanza.

               Cuando paso a tu vera,
               Te saludo, sonrío y callo.
               Mas por dentro quisiera
               ¡Decirte tantas cosas!

               No te olvido, maestro, no te olvido;
               En la escena infantil de mi memoria
               Permanece imborrable una sonrisa,
               Un gesto amable en una tarde aciaga,
               Una mano en el hombro, un ¡Adelante!

               Una tarde de otoño, tal vez,
               Cuando vuelva de nuevo
               Yo a esta tierra,
               Cuando pase callado por tu puerta
               Veré la mecedora ya vacía,
               Mis ojos por tu ausencia, tal vez,
               Derramen lágrimas.
               Mas marcharé sereno,
               Pues sabré que te has ido,
 Mi amado y buen maestro,
Con dignidad al cielo.


FRUCTUOSO GARCÍA 

LA JACA TORDA


                                       

             Partimos de nuestra ciudad ya entrada la noche, me costó dormir. María, mi esposa, a mi lado, con los ojos cerrados intentaba descansar. En aquellas primeras horas, mientras el autocar se deslizaba veloz por la autopista, aparecían y desaparecían luces y oscuras sombras como estrellas fugaces en el cielo. Mi corazón latía suavemente acelerado, mi mente no paraba de pensar: ¿Contendría mis emociones? ¿Cómo me sentiría al pisar, después de tantos años, aquella tierra mía? ¿Estaría aún en pie la casa donde nací? ¿Y mis paisanos? ¿Conocería aún a mis viejos amigos de la infancia?
            Al fin el cansancio me venció. Soñé: Me vi vestido con una infantil sotana azul celeste montado en la jaca blanca del señor cura; junto a mí, agarrado a mi cintura, Andrés; mi mejor amigo de aquellos viejos tiempos. El animal galopaba veloz, nuestros cabellos se agitaban al viento y nuestros vestidos se inflaron como globos. Fustigábamos al animal para que éste corriese más y más. Los paisanos se apartaban a nuestro paso  y, en medio de nuestra locura, hacíamos subir y bajar a la yegua por escaleras, saltar de un huerto a otro salvando desniveles. Los dos diablos reíamos con estruendosas carcajada, de pronto apareció frente a nosotros don Cebrián, el párroco. Don Cebrián levantó un brazo enorme y, al descargarlo sobre mi rostro el animal se espantó y se despeñó por un precipicio…
            Me desperté asustado, jadeando. Estaba completamente empapado en un sudor frio. Recordé entonces con pavor,  algunas de las travesuras que en nuestros tiempos de monaguillos habíamos hecho montados en una jaca propiedad del sacerdote. Recordé también otras tantas diabluras,  casi siempre hechas en compañía de Andrés.
            Ha amanecido y el paisaje ya comienza a ser familiar: Los primeros rayos doran estos campos viejos y resecos, donde apenas algún que otro árbol perdido en la llanura y alguna casa de campo ponen sobre esta tierra ocre una pincelada de belleza.
            De pronto perdemos de vista el árido paisaje y descendemos por una sinuosa carretera. Ya aparece el pueblo como un retazo blanco en medio de una ladera verde. El corazón se me acelera. Allá, más al fondo, como un pequeño mar de quietas aguas, se nos muestra el pantano. En él se refleja, como en un gran espejo, el tajo de enormes riscos siempre apunto de  precipitarse sobre las aguas. También se miran en él los más altos edificio del pueblo y sobre todos ellos la esbelta torre basilical ¡Cuánta emoción!
            El auto se detiene en la plaza mayor. Se abre la puerta, salto, me precipito sobre el suelo, beso la tierra. Alzo la cabeza: allá, bajo el olmo hay un grupo de paisanos. Me dirijo hacia ellos, uno se levanta, viene hacia mí, alza sus brazos y me estrecha contra su pecho:
            -¡Miguel, Miguel, Miguel!
            -¡Andrés, Andrés, Andrés!
            -¡Cuánto tiempo, Miguel! ¿Te acuerdas de la jaca torda?
           
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lunes, 11 de marzo de 2013

Amigos: Os doy la bienvenida a mi blog. En él intentaré mostrar algunos de mis escritos: Relatos, poemas y otros varios. Espero que os agraden.